Tu Creatividad hecha Realidad

Vientos de Soledad (Capítulo 5)

15.04.2020 20:51

VIENTOS DE SOLEDAD

Por Carlos Nagasaki

Capítulo 5

 

PARRAS

El joven pistolero removió las cenizas de la fogata. Era hora de levantarse. Recordó al buen hombre de la pensión. Don Chema le había conseguido una semana de trabajo en el rancho de uno de sus hermanos. Tan pronto Luis recuperó algo de dinero, emprendió el camino hasta la tierra de Don Francisco I. Madero. Cabalgó por tres días exactos desde Saltillo, tal y como predijo Don Dionisio, el hombre de la carreta. Se había abastecido de suficiente comida y descansaba en los extensos llanos coahuilenses. Buscaba un buen árbol, un lugar a modo para improvisar refugios; regularmente los encontraba. Por desgracia, su nerviosismo lo alteraba cada vez que el cielo se cubría de oscuridad.

Una fría mañana, notó algo inusual. El saludo matutino lo despertó y se repitió en una decena de ocasiones. «Demasiada gente para estar en medio de la nada.» El corazón se le atoró en la garganta. Presentía que estaba a unos cuantos kilómetros de su destino. La siguiente persona que encontró por el camino lo sacó de dudas.

—Buenos días, disculpe el atrevimiento. ¿Por qué hay tanta gente en el camino? ¿Qué fecha es? —esperó la respuesta impaciente.

—Hoy se cumplen doce años del fin de la Revolución. Es veinte de noviembre. Hay fiestas en el Pueblo.

Luis suspiró. «Casi tres meses fuera de casa.» No hubo necesidad de preguntar por su siguiente parada.

—Muchas gracias —continuó cabalgando.

Llegó a Parras de la Fuente, Coahuila ese mismo día al anochecer. Tenía la intención de conocer a fondo a su enemigo. ¿Qué hacía? ¿A qué se dedicaba?, ¿A dónde salía? ¿Con quién se relacionaba? ¿Dónde vivía? ¿Tenía familia? Por una semana investigó todo acerca de Don Agapito Ramírez. Le hizo creer a la gente que buscaba trabajo, y le habían recomendado al mencionado hombre. De nueva cuenta, aprovechó la franqueza de la gente en la cantina para obtener la información requerida. El muchacho visitó también varias fondas y restaurantes en el pueblo. Recolectaba información acerca de su enemigo, después regresaba a una pequeña pensión para dormir.

El dinero se acabó, así que pronto se puso a las órdenes de la familia Domínguez. Eran dueños del jacal donde pedía posada, también poseedores de un pequeño rancho a cinco kilómetros del pueblo. Los Domínguez necesitaban un caporal que pudiera amansar potros salvajes. Éste era el trabajo perfecto para Luis. De esta manera, laboró con ellos hasta días antes de navidad.

 

FELIZ NAVIDAD

Las fiestas navideñas adornaban cada calle del pueblo. Las posadas para atender a los peregrinos se llenaron en su totalidad. Centenares de personas arribaban cada año a Parras para subir al cerro de Sombreretillo. En la cima de aquel lugar, se encontraba edificada la Iglesia de Santo Madero. Según la leyenda, este recinto religioso resguarda una reliquia muy especial: una astilla de la cruz real de nuestro señor Jesús.

El frío se acrecentaba con el pasar de diciembre. El invierno llegaría a su máximo nivel en cuestión de días. Mientras tanto, desde la pensión, el fronterizo se visualizaba asesinando a Don Agapito Ramírez, para así proseguir en su propia peregrinación. Su mente perturbada buscaba el momento exacto para consumar el segundo acto de venganza. Estaba recostado en la cama, jugueteaba con su arma, dándole vueltas a la mazorca, mientras analizaba la información recopilada. Noche tras noche le daba vueltas al asunto. Sabía la complicada situación que enfrentaría. Este caso era diferente al de Villarreal. La dificultad se presentaba por la cantidad de amigos del objetivo. Luis siempre se había considerado a sí mismo un defensor del débil, un protector del desvalido. Así lo había hecho en Reynosa. Optaba por creer que muchas personas le agradecían su acción, pero en Parras las cosas eran distintas. Al indagar sobre Don Agapito Ramírez, reconoció que no obtenía lo que deseaba. «Toda la gente admira y aprecia al viejo.»

Don Agapito Ramírez era un hombre trabajador de cincuenta y un años. Todos los días visitaba su Rancho Santa Rita, supervisaba las cosechas y verificaba su ganado. Después de terminar sus labores diarias, se tomaba un descanso para ir a la Cantina San Francisco. Bebía por un par de horas y regresaba a su casa en el pueblo. A veces dormía en la Hacienda Santa Rita, pero lo hacía sólo cuando el exceso de trabajo se extendía hasta la noche.

El joven conoció a su objetivo desde el tercer día que visitó la cantina. Aquel hombre era fácil de reconocer. Todo mundo le hablaba con el Don por delante, por su nombre y apellido. El señor era Don Agapito Ramírez. Cada vez que pisaba la cantina, atraía un gran respeto de los clientes. Muy seguido disfrutaba bebidas de cortesía, y siempre regresaba el gesto antes de irse. Esta situación representaba un escenario más difícil que el anterior. El cacique de Reynosa era odiado y temido, mientras que Don Agapito era querido y respetado. En Parras habría quienes incluso pelearían por él.

El muchacho había espiado con eficacia a su objetivo. Consideró la opción de matarlo en una emboscada, o esperarlo en cierto lugar para acabar con él. Lo pudo haber hecho desde el sexto o séptimo día de su llegada, después de conocer su rutina. Sin embargo, Luis de la Garza no era de esa calaña. Se encontraba de por medio el honor, el orgullo y la valentía. Entonces notó algo extraño en su enemigo. A pesar de su imborrable sonrisa y cortesía para todos, era un hombre solitario y reservado. Cada día en la cantina se sentaba solo. Después de unos minutos, varias personas se ofrecían a acompañarlo. Su mirada no era la de un malvado malhechor. Sus ojos reflejaban una profunda tristeza. Ciertamente, Don Agapito intrigó al joven vengador.

El pueblo estaba de fiesta. Los adornos luminosos brotaron por cada esquina. Era la navidad con su colorido sin igual. En las banquetas principales, se encontraban mujeres vendiendo aguas de diferentes sabores. Había puestos y fondas que ofrecían comida típica. Sopes, pozole, tortas, tacos, entre más variedades gastronómicas. El ambiente estaba presente con música en las calles y juegos pirotécnicos. Los niños reían con sus amigos. Se vivía una hermosa atmosfera en la época más feliz del año. No obstante, un muchacho pensaba diferente. Su rostro contrastaba con el de la mayoría. Su semblante era serio, triste y amargado. El joven fronterizo no esbozaba una sonrisa desde su niñez.

Gradualmente, las calles se fueron vaciando. La gente retornó a sus hogares después de una agradable velada. En un par de horas, el pueblo quedó desolado. La basura se paseaba entre las calles, como vestigios de la buena parranda. De un segundo a otro, todo fue paz y tranquilidad en Parras. No se escuchaba ruido alguno, sólo se observaba un joven fumando al fondo de un callejón oscuro. Un joven sediento de venganza, con un encargo en la mente, el cual estaba a punto de realizar.

No hay fecha que no se llegue, ni plazo que no se cumpla. Por lo tanto, el tiempo de Don Agapito Ramírez había llegado. El viejo caminaba con rumbo a la cantina. Ese era el momento idóneo para atacar. Luis trató de ir tras él, pero de repente, observó a cuatro hombres que salieron de la nada. Saludaron a Ramírez y le dieron la bienvenida. Esto se traducía en problemas. Entonces, se contuvo entre las sombras del callejón.

Pasaba un cuarto después de la media noche. Luis se desesperó un poco y consideró posponer el trabajo, pero su sed de venganza lo impulsó a cumplir su cometido. Se encaprichó en terminar la tarea esa madrugada. Inesperadamente, un niño caminó en frente del vaquero. «¿Qué hace un niño en la calle a estas horas?» De inmediato, lo etiquetó como rebelde y problemático. ¡Exactamente eso era lo que necesitaba!

—¡Pssst, niño! —lo detuvo el vaquero.

—Mande —contestó el infante.

—Ven para acá.

—¿Qué sucede?

—¿Te quieres ganar cinco pesos?

—¿Cómo? —accedió el niño rebelde.

—Quiero que vayas a amarrar el caballo por atrás de la cantina. ¿Puedes?

—¡Claro! ¿En el arbolito que esta junto a las matas, está bien? —expresó el crío.

—¡Ándale! ¡Allí mero! Hazlo y aquí te espero para pagarte.

El niño aceptó, tomó el caballo y rodeó la Cantina San Francisco. Después lo amarró con éxito en el patio trasero. Volvió con prisa para que Luis cumpliera lo prometido. Recibió las monedas, y se fue sin decir palabra alguna.

El joven vaquero permaneció un par de segundos quieto. Tomó aire y se frotó la cara con ambas manos en señal de duda. «¿Qué tal si me mata? Este podría ser el último día de mi vida.» Se talló la frente aperlada por el sudor. De pronto, sin pensarlo un segundo más, se decidió a entrar. Tiró el cigarro que aún conservaba en su boca y atravesó la solitaria calle para dirigirse a la cantina. Entró con lentitud, abriendo las medianas puertas. Observó el panorama pintoresco de un lugar feliz. En un par de horas sería un caos. Se dirigió a la barra, donde ya conocía al cantinero.

El mariachi ofrecía las notas exactas de una canción muy conocida. Era coreada por la mayoría de los presentes.

Un diecinueve de marzo, presente lo tengo yo

El caballo de los pobres, en San Fernando corrió

Los violines deleitaron el oído de Luis. «Qué bonita noche para morir.» Tragó saliva, una extraña melancolía lo embargó. Recargó su antebrazo izquierdo en la barra, y levantó el dedo índice derecho para ordenar su bebida.

—¿Cómo estás, muchacho? ¿Lo de siempre? —preguntó el cantinero, mientras recibía al joven vaquero.

—¡Eso mero! ¡Una cerveza, carta blanca!

Recibió su bebida y se dio la vuelta. Ahora recargaba su espalda en la barra. Inmediatamente, dirigió́ su mirada hasta Don Agapito Ramírez.

El mariachi continuaba exponiendo su calidad musical.

Creíbas que no había de hallar, amor como el que perdí́

Mala haya quién dijo miedo, si para morir nací́

El viejo Ramírez jugaba a la baraja con tres hombres. En ese momento, Luis se acercó con pasos lentos, se paró frente a su rival, y clavó su mirada sin que se diera cuenta. La música continuaba.

Si me quieren sé querer,

Si me olvidan, ´pos sé olvidar

Nomás un orgullo tengo,

Que a naiden le sé rogar

Hubo una pausa en la canción. Todos en la cantina, excepto Luis, observaban a los músicos, al tiempo que coreaban el final.

Que la chancla que yo tiro, no la vuelvo a levantar.

Los gritos ensordecedores de los borrachos adornaron de alegría la cantina. Don Agapito sonrió al ver la felicidad de todos, no obstante, su mirada se detuvo en el rostro serio de un joven fuereño.

Quiubo, muchacho, ¿le entras al quinto? —preguntó con amabilidad.

´pos si quiero jugar… ¡Pero nomás contra usted!

La sonrisa de Don Agapito se desvaneció. Las miradas se clavaron con fijeza. Segundos después, vino la respuesta del viejo.

—Señores, ya escucharon al muchacho, levántense pa´ que juegue.

El joven aún replicó.

—No moleste a los presentes, yo prefiero jugar allá —dirigió su mirada al salón escondido de reuniones—. En el privado.

Los compañeros de jugada intervinieron al ver la tensa conversación.

—¿Problemas, Don Agapito?

—No, ninguno. ¿O si, muchacho? —cuestionó a Luis.

—Nomás quiero jugar —contestó, sin romper el contacto visual.

´pos vamos —exclamó decidido Ramírez.

Don Agapito acordó con el cantinero usar el salón privado. Pidió tequila y exigió que no se les molestara. Los dos hombres se encontraban solos. Finalmente estaban frente a frente. Luis era un manojo de nervios, pero pudo manejarse con disimulo.

—He escuchado que usted es muy conocido en todas partes, ¿verdad? —dijo el muchacho.

Ramírez repartía las cartas con enfoque.

—En muchas partes, no en todas.

Luis no dejaba de mirarlo con intensidad.

—En Tamaulipas también lo conocen, ¿sabía? —exclamó con ironía.

Don Agapito levantó su rostro y sostuvo la tensa mirada. No era nada tonto, percibió el tono sarcástico y retador de aquel joven. Al instante, respondió con decisión.

—¡Ya déjate de chingaderas, muchacho! ¿Qué es lo que quieres? —sus manos dejaron en paz la baraja, después descendieron con lentitud por debajo de la mesa.

—¿No me conoce, verdad? Soy el hijo de Juan de la Garza —sus ojos se cristalizaron.

—¡´pos lo que va a sonar, que suene!

Don Agapito era un hombre de acción. Tomó su pistola, decidido a terminar la discusión. Sin embargo, algo lo contuvo. Su expresión cambió. Luis ni siquiera pudo reaccionar ante aquel intento asesino. Para su fortuna, el viejo pareció́ arrepentirse.

El joven comprendió que en cualquier otro escenario y contra cualquier otro adversario, ya estuviera muerto. Entonces, retomó la conversación.

—Tranquilo, Don Agapito, ya veremos cómo nos toca ahorita. Primero, quiero que me responda. ¿Qué se siente matar a un hombre bueno?

—Mira, muchacho. He vivido más de diez años con esta conciencia que no me deja vivir en paz. Sé que causé mucho daño, y por eso te pido disculpas.

Los músculos faciales de Don Agapito se aflojaron, parecía relajarse, como si se hubiera quitado una inmensa losa de encima. El joven pasó del miedo a la rabia cuando escuchó tan inútiles palabras.

—¿Disculpas? ¡Hemos vivido en la miseria y la tristeza desde que usted y sus amigos hicieron lo que hicieron!

Sus ojos destellaron llanto y su rostro tembló sin control.

—En primer lugar, no eran mis amigos; y en segundo, ¿tú qué sabes lo que me hizo tu padre?

Un silencio incomodo envolvió el salón privado. El contacto visual al fin se rompió. El semblante de aquel hombre se volvió triste y decepcionado. El muchacho estaba confundido. Las dudas lo invadieron sin poder evitarlo. Don Agapito respiró profundo y retomó la conversación de manera serena y tranquila.

—Vale más que te vayas muchacho. Deja las cosas así. A pesar que me arrepiento de lo que hice, no me voy a dejar, si vienes a matarme. Ahora tengo por qué vivir, y no soportaría en mi conciencia haber matado a un hombre... y a su hijo, también.

Luis no tomó con gracia el ser subestimado, pero entonces mostró una gallardía hasta ahora inesperada.

—Para que vea que somos diferentes, le voy a dar la oportunidad que usted no le dio a mi padre. Aquí estamos, frente a frente. ¡Defiéndase!

Hace un año que yo tuve una ilusión

Hace un año que se cumple en este día

Los clientes festejaban la noche buena con baraja, alcohol, cigarros y excelente música. El ambiente era bohemio y armonioso. Inesperadamente, una ráfaga de disparos calló a los mariachis, y todos los presentes se tumbaron al suelo de inmediato. Otros tantos salieron corriendo a las afueras de la taberna. Un par de valientes se dirigió al salón privado para averiguar lo sucedido. Enseguida abrieron las puertas.

El cuerpo de Don Agapito Ramírez se encontraba tendido en el suelo, bañado en sangre. Una botella recorría el piso y unos rastros rojizos condujeron a la ventana que daba al corredor trasero, se encontraba abierta. El asesino había escapado.

Rápidamente se formó un pelotón de hombres. El escuadrón, compuesto por una docena de vaqueros, salió disparando a la oscuridad. Gracias a la luna, se observó la enigmática silueta de un jinete que huía del lugar, mientras el trote del caballo se escuchaba en todo el horizonte.

 

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