Tu Creatividad hecha Realidad

Vientos de Soledad (Capítulo 4)

11.04.2020 21:27

VIENTOS DE SOLEDAD

Por Carlos Nagasaki

Capítulo 4

 

LA CORDADA

El cuartel estaba repleto de asesinos sin escrúpulos, ni corazón. Había pasado un mes desde la última masacre donde acabaron con quince agricultores que se habían apoderado de tierras que no les correspondían. A este grupo de mercenarios, ex revolucionarios y combatientes de cristeros, se le conocía como La Acordada, o simplemente Cordada. Pero ante la prensa, eran una especie de policía que se encargaba de mantener el orden social, con métodos dudosos.

La Cordada era liderada por Tadeo Jiménez, un experimentado militar originario de Matamoros, Tamaulipas. Esta se encargaba de componer situaciones que afectaran a los Gobiernos Municipales, Estatales, y en algunos casos, a nivel Federal. Eran conocidos como la mano de hierro. Aplicaban su método peculiar de justicia donde fuera, y contra quien fuera. La Cordada puso un alto total a todos los bandoleros que acechaban el noroeste del país. Si había algún grupo de alborotadores que amedrentaban a la ciudadanía, luego de una visita de La Cordada, curiosamente desaparecían. Si en un baile se desataba una balacera y la policía local no podía con los envueltos en el pleito, La Cordada llegaba entonces, y arrasaba con todos los implicados. Era tal el impacto de este grupo, que cuando llegaban a un pueblo buscando objetivos, el resto de los ciudadanos corrían despavoridos a esconderse. Aun y cuando los cordados tenían órdenes de no atacar a ningún civil. Tadeo, sin embargo, tenía su forma de interpretar aquellas órdenes.

—Cualquier persona que porta un arma, no es civil.

Aquella tarde se presentó un viejo conocido del grupo paramilitar. El Demonio tenía más de tres años sin ver a Tadeo Jiménez, su ex compañero y ex amigo. Pero esta vez, la situación lo ameritaba.

—Así́ que le dijiste al huerco quiénes mataron a su padre.

Tadeo llenó una copa de vino mientras esperaba la respuesta.

Ei —afirmó Rafael, al momento de comer el último gajo de una naranja.

—¿Y le robaste el dinero, me imagino? —agregó Jiménez.

—Así́ es —contestó con sarcasmo Garza.

—Nunca se te quitó lo coyón

El Demonio lo observó con reto. Segundos después, le regaló una falsa sonrisa.

—Debe ser muy miserable deberle la vida a un coyón. ¿O qué, ya no te acuerdas que te salvé en Oaxaca y Veracruz?

Jiménez cambió su semblante y contestó fastidiado:

—¿Otra vez la misma canción? ¿No te sabes otra con cuál joderme? — golpeó la mesa con la copa, después la rellenó.

—Sólo pienso que tal vez no debí ́ hacerlo —sonrió́ Rafael, mientras despellejaba una pequeña mandarina.

Aquel sarcasmo causó que Tadeo mostrará su as bajo la manga. Siempre sospechó que El Demonio quería ser el líder absoluto de La Cordada. Entonces hizo referencia a su poder.

—Tu verdadero pesar es no ser jefe. Mira, Rafael, para ser el líder se necesitan güevos. Muchos güevos; se necesita tener lealtad. Y tú, bueno, no tienes ninguna de esas dos cosas.

Garza lanzó una mirada penetrante. Se limitó a contestar con una palabra.

—Puebla.

Tadeo lo observó con gracia, como si su ex amigo hubiera perdido la razón.

—¿Qué tiene? —respondió́ mientras se encogía de hombros.

—También te salvé en Puebla —sonrió́ de nuevo.

El líder cordado recordó́ aquellas viejas anécdotas, y no le quedó otra opción más que aceptar los hechos históricos. De todas maneras, le hizo saber a Rafael quien mandaba en la actualidad.

—Eso ya pasó, ahora yo soy el jefe, te guste o no. Así́ que no me canses, no te aproveches de mi agradecimiento.

Tadeo arrebató la mandarina de Rafael y se la acabó de un mordisco. Garza sacudió sus manos.

—¿Agradecimiento, güevos, lealtad? —bufó con fastidio— ¿Qué chingaos es eso? ¿Con quién te estas juntando? ¡Ah, ya sé! Deja de fumar mariguana, cabrón.

Carcajeó por unos segundos.

—¿Qué vas a saber de esas cosas, tú? —contestó con serenidad Tadeo.

La carcajada de Rafael se transformó en ira.

—¿Qué voy a saber de eso? No me hables como si fuera un niño. Yo no soy uno de tus pendejetes que se tragan todo lo que dices. Tú y yo pasamos por las mismas circunstancias. Nos la rifamos, y aquí ́ estamos, dando lata todavía. Y tú, tú estás dando lata gracias a mí. ¡Que no se te olvide!

Tadeo llevó su mano derecha al arma, pero Garza fue más rápido con la suya. Se miraron con tenso furor por varios segundos. Entonces, Rafael siguió́ hablando

—¿Güevos? Pancho Villa y Zapata eran de muchos güevos, ¡y mira como terminaron! Felipe Ángeles fue el hombre más leal que he conocido y también se lo cargó la chingada. ¿Y el agradecimiento? Ese te lo puedes meter por donde quieras. Tus ojos dicen cualquier cosa, menos que están agradecidos.

El líder cordado contuvo su rabia con mucha dificultad, pero mentalmente hizo planes a futuro.

—Tus palabras son de poco vivir, Garza. Sólo recuerda que los hombres viven poco cuando hablan mucho. Por menos de eso he colgado a más de uno.

Ante estas palabras, Rafael volteó a su alrededor, se percató que estaban solos dentro del cuartel, y regresó su mirada a su ex amigo.

—Buena suerte que no me escuchó nadie.

Se dirigió́ a la puerta y antes de salir, agregó.

—No me matarás, Tadeo. Yo soy el único que sabe para dónde arrancó el huerco. Y es mucha lana en juego.

—Lo puedo averiguar —exclamó Jiménez mientras acariciaba su pistola.

´pos sí, pero te vas a tardar mucho tiempo. Y conociendo lo desesperado que eres…

Rafael montó su caballo y se alejó del cuartel. Tadeo alcanzó a dos, de sus hombres, y les comentó su plan.

—Tan pronto jallemos al huerco, matan al Demonio.

´ta bien, su santidad.

Tadeo carcajeó por aquella ocurrencia.

 

LUIS

La muerte de Adolfo Villarreal causó gran revuelo en todo el noreste de México. La cabeza del joven bandido ahora tenía precio. En el mundo civilizado, se ofrecía una recompensa de cinco mil pesos para quien brindara información que llevara a la captura de Juan, Chacho Garza, buscado por asesinato y “robo a mano armada”, en la región de Reynosa, Tamaulipas. Mientras tanto, en el bajo mundo, se corría la voz de manera diferente. Se hablaba de una recompensa de diez mil pesos por la cabeza del muchacho. Los mercenarios de Nuevo León y Tamaulipas ya estaban tras la pista. Para esas alturas, el muchacho ya iba muy lejos. Lejos del alcance de la autoridad, pero cerca de los cuatreros y de los matones.

La información sobre el joven bandido era errónea, los medios se habían basado en los testigos del suceso. ¿Juan “Chacho” Garza? Sus compañeros de trabajo lo conocían por aquel apodo y al momento del asesinato, varios testigos lo escucharon mencionar algo parecido a ese nombre. La prensa lo bautizó de esa manera. Por otro lado, la afirmación sobre su estatus de bandido y la confirmación de varios robos a mano armada, fueron viles mentiras. Una estrategia mediática para darle más relevancia al malhechor y al suceso.

La negra noche cayó, mientras el joven buscaba donde conciliar el sueño. Cinco días de cabalgata eran demasiado, tanto para él como para su corcel. Después de una intensa exploración, el jinete divisó un peñón que le pareció́ perfecto. En caso de ser buscado, sería el primero en ver a sus perseguidores desde la cima. Tendría el tiempo para planificar un escape. Bajó de su caballo y con lentitud avanzó hasta arriba. Una vez allí, buscó algunas ramas para encender una fogata. Después le quitó la montura al corcel y trató de dormir. No lo consiguió. En la quietud de la noche, se sintió completamente solo. Reflexionó sobre lo sucedido. Contempló los apacibles llanos sentado bajo un árbol, mientras calentaba sus manos en la tibia fogata. El frio de la madrugada lo obligó a taparse con su sarape e intentó dormir de nuevo. Había que levantarse con mucha energía. Les esperaba un viaje largo hasta tierras Coahuilenses.

En aquel momento se encontraba a las orillas de Monterrey. Pensó en sus tíos, Abraham Treviño e Isela Guajardo. Nunca los visitaría. Era demasiado riesgoso para su plan. Intentaba llegar a Saltillo como escala, de allí preguntaría la ruta hasta Parras. Suponía que atravesar la Sierra Madre Oriental era tomar el camino más largo, pero sabía que, de esta manera, no corría riesgos tan grandes como en otros senderos. En fin, tiempo era lo que sobraba. Decidió rodear la ciudad de Monterrey. Cabalgó entre veredas y atajos. Siempre trató de evadir los pueblos grandes. Era probable que la gente estuviera mejor informada y lo identificaran de alguna manera. Evitó pasar por Benito Juárez y Villa de Guadalupe. Tomó la ruta de pequeños pueblos y ejidos donde pedía posada para dormir. Cruzó llanuras y laderas hasta internarse en el corazón de la Sierra Madre Oriental.

Al llegar la noche, el muchacho todavía galopaba a paso lento. Iba serio y pensativo. No podía quitarse de la mente la imagen del asesinado. ¡Maté a un Hombre! El sentimiento de culpa lo embargó, pero después de recordar sus motivos, la pena disminuyó. Esa noche no pudo conseguir posada en ningún lugar, así que tuvo que acampar otra vez a la intemperie. Cambió la soledad de los llanos por los inmensos pinos de aquel hermoso paraje en la Sierra boscosa.

Definitivamente no le gustaba el estilo de vida de los mercenarios. Más él se diferenciaba de ellos por una fuerte razón: no buscaba dinero, sino revancha. Antes de que la oscuridad lo cegara por completo, el joven se dispuso a construir un refugio para descansar. Encendió́ una fogata y se acurrucó en el rincón. El frio era mucho más intenso en aquella parte del bosque. No pudo cazar ningún animal comestible, por lo que se aguantó el hambre y durmió entre ramas.

 

CONSUELO

La señora de la Hacienda cerró la puerta tras su espalda. Su cuerpo estaba empapado del sudor emanado en aquel pequeño espacio. Sabía que aquella reacción física no provenía, paradójicamente, del intenso calor veraniego, sino de algo mucho más complejo, y difícil de explicar. Recordó que, durante los viajes de su esposo, se encerraba en ese mismo lugar; el cuarto de oración, para concentrarse en rezos protectores. Era tal el revuelo revolucionario que sus nervios la traicionaban pensando en desenlaces fatales, así entonces, aplicaba su concentración al máximo para pedir al todopoderoso, y al santo militar preferido, por el retorno salvo de su esposo.

En una ocasión, durante el clímax de su rezo, sus brazos se elevaron de forma independiente hasta la altura de los hombros. Estaba consciente que su cerebro no había dado la orden para dicha acción, entonces se asustó. Tan pronto terminó, se dirigió hasta la parroquia de Los Ébanos para salir de dudas con el sacerdote en turno. El Padre Pascual Velasco, explicó que dicha situación se debía a la respuesta del espíritu santo a sus plegarías. Doña Consuelo sonrió aquel día, pero en el presente, se arrepintió de no haber orado el día que mataron a su esposo. Esa tarde la muerte la tomó desprevenida. Regresó a sus cabales y terminó la oración. Salió del cuarto y se dirigió a la cocina, llamó a su hijo para comer. Al momento de llegar, observó a Ramón obedientemente sentado, pero no pudo evitar, notar tres sillas abandonadas. Su triste sollozo retumbó en los oídos de su hijo, no obstante, la madre se limitó a preparar la mesa.

«Solo espero no rezarle al calor solitario de la habitación.»

 

ESTEBAN

—¡Esteban!

Doña Amalia buscaba nerviosa, pero no encontró a su hijo.

—¿Hija no has visto a tu hermano?

—Sí, mamá, creo que está en el estudio. ¡Esteban! —gritó estruendosamente la adolescente.

—¡No grites, niña!

—¡Mande! —respondió un hombre a la distancia.

—¡Esteban, te busca mamá! —volvió a gritar la chica ante la desaprobación de su progenitora. Segundos después, los pasos presurosos del solicitado atendieron el llamado.

—Aquí́ estoy. ¿Qué pasó, madre?

—¿Ya supiste lo que pasó en Reynosa? —preguntó con notoria preocupación.

El hombre cambió su semblante en fracción de segundos. Su rostro se volvió azul, y un pequeño mareo lo desubicó por un momento. Le pidió a su hermana que los dejara solos.

—No, no sé. ¿Qué pasó?

—Asesinaron a Adolfo Villarreal —expresó la señora con asombro.

—No me extraña. ¡Era un hijo de puta! Perdón por la palabra, madre —agachó su cabeza avergonzado.

—El periódico dice que fue un muchacho llamado Juan Garza. Creo que se equivocaron, como siempre. Debe ser el hijo de Juan de la Garza.

La señora azotó el periódico hasta el suelo.

—Madre, no tiene de qué preocuparse. Adolfo Villarreal tenía muchos enemigos, pudo haber sido cualquiera. Además, el apellidarse Garza en Tamaulipas es muy común.

Esteban metió ambas manos en su pantalón y se encogió de hombros.

—De todas formas, prepárate.

—Está bien, madre.

 

 

LUIS

Sus manos se entumieron y sus piernas se acalambraron. Las mañanas eran demasiado frías en Saltillo, Coahuila. El vengador fronterizo no se acostumbraba a la nueva temperatura. Venía de tierras calurosas en extremo. Los ocho días que llevaba cabalgando, y el intenso cambio de clima, le confirmaron al vaquero que estaba muy cerca de su destino. Al fin había llegado al estado de Coahuila, tierra donde se encontraba el segundo rival de su lista.

Su aspecto era descuidado, su barba estaba crecida, y la suciedad era palpable. Toda la gente en su camino lo identificaba como fuereño, más aun, tamaulipeco. Su atuendo, a pesar de la similitud, lo delataba. Vestía con mezclilla, cuera tamaulipeca, sarape y sombrero estilo tejano. Al pasar una carreta, el fuereño no perdió la oportunidad.

—Buenas tardes —se quitó el sombrero de manera reverencial.

—Buenas tardes, joven —contestó el conductor.

—¿Me podría decir cuánto me falta para llegar a Parras?

El hombre, de unos sesenta años, se sorprendió.

—¿Parras de la Fuente? ¡Estás muy lejos, todavía! Aquí es Saltillo.

Luis se levantó el sombrero hasta la mollera, se rascó la frente, e hizo una mueca de fastidio.

—¿Cómo cuánto faltará?

El hombre de la carreta calculó por unos segundos.

—¿A caballo? Son como unos tres días. Pero aquí en Saltillo ya contamos con camiones. Puedes tomar uno y llegarás al anochecer.

El muchacho lo consideró por un segundo, pero ¿Qué pasaría con su caballo? Además, dudó que lo dejaran llevar su morral con armamento. Cambió la conversación con inteligencia.

—Pues ahorita, lo que busco es un lugar donde descansar. Ya después veré́ como llego a Parras.

El hombre de la carreta se mostró compasivo. Le indicó los lugares donde podría reposar, antes de su viaje.

—Pues mira, si te vas por esta calle… avanzas unas siete cuadras, y vas a llegar a la pensión de Chema. Allí́ puedes descansar, ora que, si no encuentras nada con Chema, ´pos continúas por la misma acera hasta la salida del pueblo. Allí están los cuartos de Doña Eduviges. Seguro que encuentras. Si no, pues aquí en Saltillo hay hoteles y restaurantes. ¡De todo encuentras aquí!

Luis observó al hombre con asombro. «¡Vaya! Parece que usted si está orgulloso de su pueblo.» Un esbozo de sonrisa quiso dibujarse en su rostro.

´ta bueno, ´pos muchas gracias. ¿Cómo se llama usted? —extendió su mano derecha.

—Dionisio —el dueño de la carreta hizo lo propio.

—Muchas gracias, Don Dionisio.

El joven siguió las indicaciones de aquel hombre y llegó a la pensión de Chema. El dueño lo recibió́ con una gran sonrisa.

—Buenos días, ¿en que lo puedo ayudar?

Dos situaciones opuestas le ocurrieron a Luis; por un lado, tuvo la fortuna de encontrar disponibilidad. Por otro lado, se hurgó las bolsas y reconoció que tenía muy poco dinero. «¿Con qué le voy pagar?» Hizo una mueca apenada y se aclaró la garganta.

—¿De casualidad tiene trabajo para mí?

Don Chema se rascó la barba.

—Pensé que vendrías a dejarme dinero, no a quitármelo.

El joven se sonrojó por la situación, y preguntó por el costo. Tenía dinero para pasar un par de noches y comer algo, pero se quedaría sin un centavo para llegar a su destino. Le urgía un nuevo ingreso. Don Chema lo acompañó hasta su habitación y abrió la puerta. Antes de cerrarla, observó al muchacho.

—¿Qué sabes hacer?

Un pequeño rayo de esperanza brilló en el corazón de Luis. «Sé odiar y ahora matar», sopesó por unos segundos.

—Si necesita un vaquero, yo soy el indicado.

El dueño de la pensión asintió y le prometió respuesta para el siguiente día.

 

 

RAFAEL

—¿Ya se te pasó el coraje? —dirigió la mirada a su ex amigo.

—Ya no le busques, Garza —contestó, sin siquiera verlo.

´ta bien, entonces. ¡Manos a la obra! —Rafael montó su caballo.

—Si tú fueras el muchacho, ¿para dónde arrancarías primero?

El Demonio sopesó las opciones por un par de segundos. No quería mencionar toda la información. Desconfiaba de Tadeo. Sabía que una vez reveladas las ubicaciones donde se encontraban los objetivos, iba a ser un problema. Sin embargo, pronto resolvió la situación.

—Si yo fuera el huerco, iría tras Agapito Ramírez.

Jiménez y sus hombres se observaron unos a otros.

—¿Y dónde está, el tal Agapito? —preguntó con fastidio el líder cordado.

Garza Cantú esbozó una sonrisa socarrona.

—Creo que me tendrán que seguir.

Tadeo no dio importancia a la respuesta y prosiguió con el plan. Ordenó a su pelotón que se alistaran. Dentro de poco tiempo, emprenderían el tour extenso para aprehender al joven asesino de Adolfo Villarreal. Había tres recompensas por el muchacho. La oficial, por parte del gobierno, la cual brindaba cinco mil pesos. La personal, que había sido ofrecida por los hermanos del difunto; pagarían diez mil pesos por su captura o asesinato. Y, por último, la recompensa externa, que era financiada en anonimato. Ésta otorgaba otros cinco mil pesos por su muerte. Las cantidades eran extremadamente altas para un joven que apenas iniciaba su carrera criminal. Tan sólo llevaba un asesinato. Sin duda, la prensa lo había inflado para ponerle jugo a su cabeza.

Un regimiento de sesenta hombres con historial militar fue comandado por el General, Tadeo Jiménez. Entre sus abastecimientos, contaban con arsenal de infantería; éste se almacenó en cinco camionetas Chevrolet Modelo 1930. También contaban con tres vehículos Ford modelo 1933. En ellos viajarían Tadeo y sus escoltas personales. El resto del escuadrón, iría a caballo.

´pos tú dirás. ¿Pa´ dónde? —Tadeo cedió́ la palabra a Rafael.

—Dale pa´ donde haya bosques y desiertos cercanos —exclamó con ambigüedad.

—¡Muchachos, hay que seguir a Rafael! —gritó el líder cordado.

Los pistoleros provocaron un ruido ensordecedor tras las órdenes del jefe.

—Más vale apurar el paso —exclamó Rafael.

—¿Por qué? —preguntó Tadeo.

—Uno de los matones es el Lobo, y ´pos no quisiera que lo encontrara primero.

—¿Lobo Rodríguez? —se sorprendió el líder criminal.

—El mismo.

—¡Que huerco tan güevudo! —Tadeo sonrió con aprobación. «Entonces una de las ubicaciones es en Chihuahua.»

—Eso no sirve de mucho contra el Lobo. Si se lo topa primero, él será quien cobre la recompensa.

LOBO

—No hay necesidad de todo esto, señor. Por favor, no nos haga nada. Llévese todo, pero déjenos ir.

La exclamación del aterrado padre de familia no conmovió al despiadado asesino.

—No se preocupe, no va durar mucho tiempo ¡Órale, todos caminando pa ́allá ¡

La desafortunada familia avanzó a las órdenes de aquel psicópata.

—Román, llévatelos y me los preparas.

El bandido afilaba su puñal con excelsa simetría.

´ta bien, Lobo.

Román Sandoval obedeció sin reparos. Era la mano derecha de Leobardo Rodríguez alias El Lobo. Se llevó a las desgraciadas víctimas que tuvieron la pésima suerte de encontrarse con el maleante más sanguinario de todo el noroeste de México.

El Lobo y cuatro secuaces tomaron todas las pertenencias de valor, mientras la familia era conducida por Román Sandoval fuera de la carretera solitaria en el inmenso monte Chihuahuense. Luego de un corto tiempo apareció Rodríguez. Los cinco miembros de la familia eran apuntados con rifles Winchester. Lo que sucedió después fue innombrable.

—Listo, Román. De aquí, me encargo yo.

El asesino avanzó con lentitud hasta las víctimas.

—¡Por favor! Ya tomó todo lo que quería. ¡Déjenos ir, se lo ruego por el amor de Dios!

—Hablas mucho —expresó El Lobo.

Sacó su revólver calibre .45, y sin contemplaciones, le disparó en la cabeza. Su esposa e hijos presenciaron aterrados el asesinato. Cayeron en crisis de histeria. La llorosa madre abrazó a dos de sus hijos mientras el tercero escapó corriendo durante la detonación.

—¡Órale, cabrones, tras el escuincle! —ordenó el sanguinario asesino.

El niño corrió a toda velocidad. Sentía cómo se levantaba el polvo a centímetros de sus piernas. Eran los disparos que hacían blanco en la tierra. Sin mirar atrás, sintió que tres balazos no habían causado daños terrestres. Comprendió que era el fin para el resto de su familia. Las lágrimas le brotaron, mientras la velocidad de sus piernas alcanzaba su máxima capacidad. Se internó entre la maleza. Permaneció escondido bajo unos árboles tupidos. Se cubrió con ramas y hojas. Rezó para que los bandidos abortaran la misión de encontrarlo. Después, tomó una rama de mezquite y la mordió con todas sus fuerzas para llorar sin ser escuchado. Dentro de su corazón, sabía que su madre y hermanos habían corrido la misma suerte que su padre.

Los cuatro criminales revisaron toda el área, pero regresaron con las manos vacías. Rodríguez ya había terminado el trabajo con el resto de la familia, sólo aguardaba al pequeño fugitivo.

—¿Encontraron al chamaco? —cuestionó mientras olía el enervante humo de su arma.

—No, jefe —contestó uno de los bandidos.

El Lobo bufó inconforme, entonces lanzó una mirada dictatorial con su ojo izquierdo, el único sano. El ojo derecho lo había perdido en una salvaje pelea con otro hombre igual de violento.

—Román… —así, Rodríguez ordenó a Sandoval el mortal castigo a sus propios secuaces.

—¡No, no, no! ¡Espere!

Diez disparos sonaron de nuevo. Pero esta vez, eran cuatro los criminales muertos.

—Esto es, para cuando les diga algo, ¡lo hagan, carajo! —gritó con decisión el sádico asesino. Los maleantes asintieron con pavor.

Leobardo Rodríguez, alias El Lobo, era un hombre nacido en julio de 1883, en el desaparecido Rancho Santa Estefanía, a diez kilómetros de Guachochi, en el estado de Chihuahua. A la edad de cinco años, quedó huérfano cuando su padre murió de neumonía. Su madre, quien padecía de un trastorno emocional conocido como depresión crónica, no pudo soportar la ausencia de su marido y optó por quitarse la vida. Se ahorcó en el granero. Leobardo creció con sus abuelos maternos. No obstante, nunca representaron ninguna figura de autoridad por su avanzada edad. Entonces, maduró al lado de malas compañías. De ellos aprendió el arte de la baraja. Se introdujo en el alcohol, la mariguana y años después, seleccionaría el camino de las armas para ganarse la vida. Siempre fue un hombre visceral y troglodita. Su lema favorito durante su juventud era: para que hablar, lo que podemos arreglar a chingadazos.

De carácter explosivo y extremo, el joven Leobardo apuñaló a un compañero de taberna sólo por tratar de engañarlo con una moneda falsa. Recién cumplidos los veintidós años, fue acusado de robo y asesinato luego de, haber ingresado a una casa que era propiedad de un político local. Durante el atraco, asesinó a tres personas de la servidumbre, por lo que fue sentenciado a diez años de prisión en la cárcel de Chihuahua, Chihuahua.

Para 1910, la Revolución estalló. Ante la falta de fuerzas federales, Leobardo fue seleccionado por el Gobierno para unirse al Ejercito, a cambio de su libertad. Su única labor sería asesinar al enemigo. Bajo estas reglas, abandonó el cautiverio para dedicarse a su especialidad. Los bandos a los que perteneció fueron distintos y variables. Combatió contra los zapatistas, se paseó con los carrancistas, y por un largo tiempo, perteneció a las filas de su ídolo: El Centauro del Norte.

Villa le perdonó la vida después de una batalla. Rodríguez fue tomado prisionero y estuvo a punto de ser ejecutado por pelear para Carranza. Sin embargo, El Lobo juró ser obligado y apeló a su lugar de nacimiento para ganarse la simpatía del General. De todas maneras, el indulto no vino fácilmente. Pancho Villa le otorgaría el perdón, si vencía a los otros cuatro prisioneros carrancistas. De esta forma, los armaron con machetes, y en un combate de todos contra todos, Leobardo Rodríguez resultó victorioso. Villa después se uniría con Zapata, en 1914, y Rodríguez volvió a alejarse de las filas revolucionarias. Su cantidad de asesinatos ascendía a ciento ochenta personas, en tan sólo cinco años. Para 1915, abandonó los choques revolucionarios, y así tratar de hacer fortuna por su cuenta.

Años después, fue enviado a Matamoros, Tamaulipas, para ponerse a las órdenes de otro general. Su trabajo sería el mismo que realizó en la revolución y con los Cristeros, pero sólo estuvo por un mes en la frontera. Después regresaría a su tierra para formar su propia banda.

 

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