Tu Creatividad hecha Realidad

Vientos de Soledad (Capítulo 3)

11.04.2020 17:28

VIENTOS DE SOLEDAD

Por Carlos Nagasaki

Capítulo 3

 

RAMON

Ramón trabajaba como mesero, de jueves a domingo. Desde las ocho de la noche hasta la medianoche, aunque a veces hasta más tarde, dependiendo del día. Decidió tomar aquel trabajo por las buenas propinas, pero más que eso, porque deseaba ayudar a su afligida madre. De cierta manera, Ramón siguió los pasos de Luis, quien también había trabajado por un tiempo con Don Melquiades, el dueño de la cantina. Ramón no veía el trabajo con malos ojos, no obstante, este ofició fue razón de diversas discusiones antes de la partida de su hermano.

Ese jueves, la mente de Ramón acudía mil direcciones. Don Melquiades le pedía viveza y agilidad para atender a la concurrida clientela. Caminó rápidamente hasta la barra y dejó ocho envases vacíos de cerveza, después, su mente voló hasta los ojos llorosos de su madre al ver partir a su hermana menor.

«Primero se fue Luis, y ahora Consuelito—se echó una pequeña toalla al hombro—Nos estamos quedando solos» pensó con tristeza.

Es cierto que había mencionado a su madre que, Consuelito volvería, pero al recordar la urgencia con que se marchaba, no pudo evitar el pensamiento deprimente de su hermana alejándose por mera salud mental.

«Quizás, ya no soporta vivir con nosotros» suspiró.

Una cerveza carta blanca destilaba gotas gélidas en su cuello. Ramón la observó, tal vez tendría varios minutos en frente y ni siquiera se había enterado.

—¡Flaco ¡ —retumbó un grito decidido desde la esquina de la cantina—órale cabrón, tengo sed.

Ramón reaccionó al instante, intuyó que la cerveza de la barra era para el gritón del fondo, la tomó y se sumergió entre el gentío. Divisó los rasgos duros en el rostro del cliente y se estremeció. Sabía de quien se trataba, enseguida recordó a su hermano mayor.

«¿Por qué tendría Luis que tratar algo con este maldito asesino? —tragó saliva—Espero que este hombre no tenga nada que ver con su desaparición» pensó aterrado y recordó el último intercambio de palabras con su hermano.

«Aquel jueves era caluroso al extremo, como todos los días en Los Ébanos, Tamaulipas. La sequía continuaba acechando la región. Por lo mismo, la desesperación en la Hacienda era evidente. La familia deambulaba en la frontera entre la locura y la cordura. Eran tiempos donde la unión constituía el núcleo de toda fuerza. Desafortunadamente, Luis estaba a punto de romper ese núcleo. No aguantaba un segundo más. Al fin pondría en marcha el plan que rondaba su mente desde que su padre había sido sepultado. El hijo mayor se había jurado a sí mismo que vengaría la muerte de Don Juan de la Garza, su Señor Padre.

A pesar de no saber quién era el culpable, el joven indagaría todo lo posible hasta dar con los asesinos. Cierto día, en una plática de cantina, se comentó sobre un pistolero a sueldo llamado a ser el más temido de toda la frontera. Su nombre era Rafael Garza Cantú, alias El Demonio. Este hombre era conocido por haber sido revolucionario con generales de renombre. Terminada la revuelta, El Demonio continuó con su vida criminal; primero, se unió a un grupo llamado La Cordada, los cuales eran conocidos como la mano de hierro de la política. Tiempo después, se separaría de ellos para continuar su carrera en solitario. Garza disfrutaba asaltar a mano armada, robar animales y violar mujeres, pero su especialidad era quitar de en medio a gente que estorbaba. Un auténtico asesino a sueldo por gusto y profesión.

Después de escuchar este rumor, Luis preguntó a Ramón si alguna vez había visto a aquel hombre en la cantina. Ramón se extrañó por la pregunta. Habían discutido mucho por cuestiones de su trabajo. Era un tema que no se tocaba, aun así, la pasividad de Luis era misteriosa. La respuesta fue afirmativa, Ramón comentó que todos los jueves, a las diez de la noche, El Demonio llegaba para tomarse un par de cervezas»

—Aquí tiene señor, disculpe la demora.

El cliente casi lo aniquilaba con la mirada.

Ramón se estremeció y giró con rapidez para evitar cualquier reclamo o contacto visual. Después continuó recapitulando los sucesos.

«Al siguiente jueves de haber comentado sobre El Demonio, Luis llegó a la cantina. Se cantaba una canción conocida como cuatro milpas.

Cuatro milpas tan sólo han quedado

De aquel rancho que era mío.

La primera persona a la que reconoció fue a su hermano sirviendo cerveza. Sin embargo, se ignoraron mutuamente. Instantes después, el dueño de la cantina recibió con gracia a su antiguo mesero.

—¡Mira nada más ¡— sonrió Don Melquiades—Qué milagro que vienes. Me da gusto verte.

´pos nomás echándome una vuelta —contestó el joven mientras observaba alrededor.

—¿Qué te sirvo, mijo? —preguntó el dueño del lugar.

—Una carta— solicitó el joven con sonrisa sincera.

Al momento de servirle la bebida, Luis susurró al oído de su amigo.

—Oiga, Don Melquiades, ¿no ha llegado El Demonio?

El dueño de la cantina levantó su mirada, extrañado. Su semblante había cambiado por completo.

—¿Pa’ qué lo quieres? —cuestionó en voz baja.

El muchacho reconoció la delicadeza de aquella pregunta. Se aclaró la garganta.

—´Nito hablar con él.

Melquiades sopesó la magnitud de la búsqueda.

—Aléjese de ese pelao, mijo. No le conviene andar platicando nada con él.

Transcurrieron dos horas, mientras la música continuaba. El acordeón, el bajo sexto y el contrabajo resonaban por todo Los Ébanos cuando llegó el personaje solicitado. Vestía camisa a cuadros con sombrero tejano, pañuelo al cuello, y una chamarra de mezclilla. Se sentó en el lugar de siempre; el rincón frente a una ventana, algo poco usual para una persona que debía decenas de muertes. Melquiades le llevó una cerveza dos equis lager, cortesía de Luis, sin embargo, el pistolero no vio con buenos ojos dicha acción. Los hombres de su calaña siempre guardan ese pedazo de orgullo donde ellos necesitan ser y tener todo. De todas formas, no rechazó la bebida. Minutos después, Luis se acercó y se sentó́ con el temido matón. Se miraron curiosos y conversaron como dos viejos amigos.

—¿Tengo cara de muerto, de hambre, o qué, huerco? —cuestionó sereno el pistolero.

El muchacho se reacomodó en la silla.

—No, ´pos nomás quería ser cortés. Aparte, si trajera hambre, se fuera a un restaurante, ¿qué no?

Rafael acarició la botella y le brindó una sonrisa confusa.

—¿Con que muchos güevos, eh ?

El muchacho tragó saliva, sabía que no debería ser bocón con tipos como el de enfrente

—No, yo nomás decía —respondió nervioso.

El pistolero fue directo al grano.

—¿Qué chingados quieres?

Las miradas se cruzaron por más de diez segundos.

—Vengo a proponerle un negocio —comentó, con hondo carraspeo.

El pistolero carcajeó.

—¡Ahora sí me hiciste reír! ¿Tú, queriendo hacer negocios conmigo?

El Demonio no podía contener su risa, pero Luis rompió la diversión con una propuesta escalofriante.

—Quiero al asesino de mi padre, muerto.

La música prosiguió; no obstante, algunos ojos se dirigieron al par que hablaba en el rincón de la cantina. El semblante del temible gatillero cambió por completo. Reconoció que el muchacho hablaba con seriedad. Dio un último sorbete a la cerveza, se levantó, y le susurró al oído:

—Te espero en la presa de los Gómez, en una hora. Ve solo.

Rafael dejó el lugar. Un miedo profundo invadió al joven hacendado. Sabía que ese hombre no era de fiar, pero su rencor, odio, y deseo de venganza, lo harían tomar el riesgo. Se incorporó después de meditar un minuto su futuro inmediato y observó a Ramón limpiando una mesa al otro lado del lugar. El cruce de miradas fue melancólico, como si ambos reconocieran que sus vidas cambiarían en los siguientes días»

 

RAFAEL

El trío de borrachos salió de la cantina El Porvenir retumbando carcajadas y chistes obscenos. Ninguno si quiera podía montar a caballo, así que decidieron tomar las riendas y caminar su rumbo a casa. Sin embargo, alguien que si montaba a caballo los alcanzó entre las calles obscuras del pueblo.

—Por lo visto, les fue bien en la jugada—se escuchó decir.

—Más o menos—contestó sonriendo uno de los ebrios.

—Qué bueno, porque necesito su dinero, así que sean tan amables y métanlo aquí—palmeó la bolsa de su montura de cuero.

El silencio se adueñó de aquel callejón. Los ebrios dejaron de sonreír mientras sentían una brisa escalofriante que les recorrió la espina dorsal.

—No se van a poner rejegos, ¿verdad?

El hombre a caballo se abrió su chamarra, y de inmediato, el brilló plateado de su arma aluzó tenuemente la obscuridad del lugar. Los borrachos suspiraron resignados. En sus mentes, ya sabían que se trataba de un asalto, y peor aún; sabían quién los robaba. Caminaron hasta el jinete y abrieron la bolsa de cuero en la montura. Cada uno arrojó sus ganancias mientras la impotencia se apretujaba en sus gargantas.

—Así me gusta—dijo Rafael—Esto es, para que aprendan a ser cuidadosos. No deben restregar el dinero en la cara de gente que si lo necesita.

—¿A poco tu si lo necesitas? —exclamó uno de los borrachos con sumo dolor.

—Todos necesitamos dinero, pero esto fue solo para quitarles lo arrogantes y presumidos—sonrió el pistolero—Nos vemos el otro jueves.

Rafael se alejó del lugar carcajeándose, memorizaba las incontables ocasiones que se había hecho de dinero de la misma manera. De pronto, un recuerdo diferente lo tomó por sorpresa. El joven en el que había pensado un par de horas atrás, en la cantina, volvió a retomar su memoria.

«Luis se presentó en el lugar indicado. Estaba desarmado y con tres mil pesos en la bolsa. Eran sus ahorros desde los doce años. El pistolero lo esperaba sentado bajo un fresno.

—No me dejaste tomar nada ¿eh? Tan pronto llego a la cantina, y me ofrecen negocios —empezó a reír—. ¡Ah, qué huerquito éste! Es la única chansa que tengo pa’ relajarme —continuó gruñendo.

El muchacho estaba aterrorizado. No contestó las ironías del engreído pistolero. Un tenso silencio inundó el lugar hasta que el gatillero reanudó la conversación.

—Pensé que no ibas a venir.

El joven se llenó de valor y contestó de inmediato.

—¡´pos aquí estoy!

—¿Y bien? —se reacomodó en la piedra— ¿Quién mató a tu papá? —preguntó con curiosidad.

—No sé —contestó, apenado.

—Así, está cabrón. Bueno, ¿y quién era tu papá?

—Don Juan de la Garza —respondió, con un nudo en la garganta.

—¡Don Juan de la Garza! Así que tú eres el tal Luisito.

La sorpresa rellenó el rostro del pistolero.

—Si.

Pos ya creciste, ni siquiera te conocía —lo observó con entereza— Así que no sabes quién mató a tu papá, y me pides que lo busque y lo mate, ¿cierto? —analizó.

Luis se desesperó, notó que la conversación no llegaba a ningún lado. De inmediato, sacó el dinero y lo mostró al pistolero.

—Dígame cuánto quiere y yo se lo pago —el joven agitó nerviosamente su mano con el efectivo.

El Demonio observó el dinero con repulsiva obsesión; enseguida, puso a trabajar su mente criminal, pero en vez de actuar, decidió corregir los errores del muchacho.

—Tu padre, Juan de la Garza, era un hombre muy respetado. Muy poderoso, también. El poder vuelve loca a la gente. Tu papá también tenía sus enemigos; y como depende el sapo, es la pedrada, sus enemigos también eran muy poderosos. Debes de saber que el enemigo de una hormiga, es una hormiga; y el de un león, es un león…

Luis analizó a detalle el discurso del criminal. Un sudor frio recorrió todo su cuerpo, su mente consideró el peor escenario. Se miraron a los ojos durante cinco segundos de alta tensión. El pistolero acarició su arma, mientras mencionaba su laberinto de oscuros deseos.

—¿Quién te asegura que no fui yo, el que mató a tu papá? Te lo digo, él tenía muchos enemigos, y pudieron pagarme lo que pidiera.

El terror se apoderó del muchacho al escuchar estas palabras. Rafael se acercó a paso lento, y prosiguió con la intimidación.

—¿Qué me cuesta matarte y robarte el dinero? No sería la primera vez que lo hago. Vienes aquí, solo, desarmado, ¡y con Rafael Garza Cantú! O estás muy pendejo, o eres muy valiente.

El cuerpo del joven temblaba sin control. Contemplaba su posible final. Sin embargo, la conversación se relajaría en el siguiente cruce de palabras.

—No te asustes; yo no maté a tu papá, pero tampoco voy a hacer lo que me pides. Vete a tu casa, muchacho.

Luis se perdió en sus teorías; no entendía la razón de aquella respuesta. De inmediato, cuestionó al gatillero

—Pero ¿por qué no lo harás?

Garza Cantú montó su caballo. Se acomodó en la silla, y escupió un gran cúmulo de saliva

—No, huerco. ¡Perro no come perro!

Luis agitó su cabeza en un par de ocasiones; se mostraba confundido, pero hubo algo de aquella declaración que llamó su atención.

—¿Perro no come perro? ¡Entonces, sí sabes quién mató a mi papá!

El pistolero jaló las riendas de su caballo y detuvo su salida.

—Sí, lo sé. Y no fue quien, sino quiénes.

Después de aquellas últimas palabras, se marchó, dejando al joven con todos los sentimientos a flor de piel. Lo atacó un remolino de dudas, furia, coraje, odio, venganza y temor. Tuvo que cambiar sus planes, puesto que su gallo para eliminar a los asesinos de su padre, se había rehusado a colaborar.

Llegó a la Hacienda, un par de horas después del encuentro. Analizó su plan de contingencia y empacó su ropa. Guardó tabaco y unos cuantos artículos. Se preparaba para un largo viaje. Sólo Dios sabría el destino que le esperaba al hijo mayor de la familia»

 

LUIS

Abrió las puertezuelas del tugurio e ingresó sin pena. El ambiente estaba relajado, tranquilo; un poco diferente a su pueblo. Tal vez así fuera ese lugar, tal vez sería el día menos visitado. A decir verdad, ya había perdido la noción del tiempo y de los días. No sabía si llegó a la ciudad de su primer enemigo en fin de semana, o posiblemente entre semana. En su mente no cabía otra cosa más que la venganza. Sin embargo, de lo que si estaba seguro, era que había llegado al lugar indicado para recabar información.

—Buenas noches, joven. ¿Qué le servimos?

—cualquier cerveza estará bien, gracias.

El joven tomó la botella y caminó hasta una mesa solitaria. Se sentó e inspeccionó a los presentes. Todos parecían ser gente bohemia; amantes del alcohol, la buena música y las mujeres. Un ambiente que en el fondo disfrutaba, pero no estaba allí para aquello. Dio un primer trago largo. Se quitó el sombrero y lo colgó en la silla contigua. Después observó ingresar a un par de hombres; uno de ellos, joven y elegante mientras que, el otro, duro y mal encarado. Su mente lo transportó a otro lugar en espacio y tiempo.

«Continuó visitando todos los jueves la cantina El Porvenir. Una nueva idea anidaba en su cerebro. Deseaba encontrarse otra vez con El Demonio. Sabía que no lo convencería de actuar, pero esta vez sólo buscaba los nombres de los asesinos. Su segundo encuentro fue muy similar al primero. El pistolero estaba sentado en el lugar que acostumbraba, enfocando su mirada sobre la ventana, como si observara las estrellas a través del vidrio. En ese momento, sintió la presencia de una persona. Tomó su pistola bajo la mesa, pero notó que era Luis. Éste tomó una silla y se sentó.

—¿Otra vez tú? ¿Qué quieres, huerco? —refunfuñó fastidiado el gatillero.

En un acto osado, el muchacho arrojó el dinero en la mesa sin decir una palabra. Rafael agarró los billetes con prisa, y lo guio hasta fuera de la cantina, tan sólo con la mirada. Una vez a solas, el pistolero recriminó al joven su impulsiva acción.

—¿Con quién crees que tratas, huerco pendejo? Por menos de ese huateque que hiciste, yo he matado gente.

El joven ignoró la amenaza y continuó en su misión.

—¿Quiénes son los asesinos de mi padre?

El Demonio contó el dinero, y ante la falta de respeto mostrada, aumentó la cifra.

—Estos son quinientos pesos, dame mil más.

El joven no regateó, tomó el dinero de su chamarra y pagó lo requerido. Con una suma exacta de mil quinientos pesos, Garza Cantú dijo todo lo que tenía que decir.

—El primero, Adolfo Villarreal, vive en Reynosa; segundo, Agapito Ramírez, huyó para Parras de la Fuente; tercero, Leobardo El Lobo Rodríguez, se dice que vive entre cañones y barrancas, cerca de un pueblo llamado Guachochi; el último se llama Esteban García, ese hombre radica en la ciudad de Chihuahua.

Luis perdió su vista en el horizonte de la llanura. Finalmente había escuchado los nombres causantes de la tragedia en su vida y familia.

—Ahora que ya lo sabes, ¿qué vas a hacer? —preguntó curioso el gatillero.

—¡Voy a matarlos a todos! ¡Uno por uno!

La mirada desorientada del joven habló por su alma. Su inquebrantable espíritu estaba dispuesto a todo. El Demonio no dudó del muchacho. Sabía que hablaba desde su corazón. La decisión en su semblante le explicó que haría todo lo posible para cumplir su palabra. Garza Cantú sabía de estas cosas. Para el pistolero no había vuelta de hoja. El joven se había enlistado en una misión suicida. En su mente imaginaba a Florentino y a Merced torturándolo para después tirarlo al rio en Reynosa; pero si por alguna extraña razón, el joven se dirigía primero a Coahuila, no tendría ninguna oportunidad en un mano a mano con Agapito Ramírez. También lo visualizaba cayendo en los acantilados chihuahuenses, en busca del Lobo. Y si por milagro atravesaba exitosamente el inaccesible sendero, sería mutilado, pieza por pieza, parte por parte, por aquel sádico asesino.

Pobre imbécil, no sabe dónde se mete. A donde vaya encontrará la muerte.

Con la información recopilada en su cerebro, y con una disposición de hierro para cumplir con su objetivo, el joven emprendió la huida. Tomó un morral grande con tazas, sartenes, comida y cartuchos. Enfundó el rifle en el costado izquierdo de su caballo zaino, empaquetó municiones para su colt calibre .38, y para una Smith & Wesson de la misma dimensión. Su ropa comprendía unas cuantas camisas a cuadros, dos pantalones de mezclilla, una cuera tamaulipeca, un sarape, su tejana, y las botas. Después de sentirse listo, montó su caballo, verificó las chaparreras protectoras, y partió́ la madrugada del veintiocho de agosto de 1933. Buscaba un destino incierto; un destino, el cual, pocos serían capaces de enfrentar»

Luis volvió en sí, se incorporó de su lugar y se dirigió a la barra, en seguida se presentó con los hombres allí reunidos.

—Buenas noches a todos. Soy vaquero y estoy buscando trabajo. Me recomendaron preguntar por Don Adolfo Villarreal. ¿Alguno de ustedes lo conoce?

 

 

 

ADOLFO

El primero en la lista negra se llamaba Adolfo Villarreal, originario de Reynosa, Tamaulipas. Había nacido durante el verano de 1875. Los primeros años de su vida los pasó en ambos lados del rio, junto a su padre, un respetado agente aduanal. Para su juventud, Adolfo ya conocía la importancia del comercio, así como las maneras de sacar ventaja sin importar los métodos usados. De carácter intransigente, explosivo y visceral, siempre usó la represión para obtener lo que quería, en cualquier ámbito. A sus veinticinco años de edad, se robó a la mujer que meses después sería su esposa. Sin embargo, la abandonó diez años después, dejándola con cinco hijos y sin darles ningún peso para su bienestar. Eventualmente los visitaría sólo por mero trámite, pero sin ningún sentimiento envuelto.

Desde que su padre lo puso al mando del control y tráfico de aduanas en el lado mexicano, Adolfo Villarreal hizo muchísimos contactos, y aprovechó esos lazos comerciales para explotar al máximo su avaricia. Por cinco años se dio gusto contrabandeando en los dos lados fronterizos. Evadía los impuestos de traspaso de un país a otro, para después duplicar el precio de venta. Cuando los productos provenían de Texas, los almacenaba en su rancho de Reynosa, y cuando los enviaba de México, se quedaban en la propiedad de un amigo, en el condado de Hidalgo, Texas.

Para 1910, la Revolución estalló. La ferocidad con que ésta trágica guerra civil azotó a los mexicanos fue causa de una migración masiva hacia los Estados Unidos. A rio revuelto, ganancia de pescadores, era su lema.  Esta descomposición social fue aprovechada por el aduanal. Cambió rápidamente sus productos de contrabando por el tráfico de indocumentados. El cobro por pasar a los Estados Unidos era de quinientos pesos por persona. Adolfo Villarreal se convirtió rápidamente en uno de los hombres más ricos en todo el norte del país, pero su historia aún no terminaba; su avaricia hizo que incursionara en otro giro comercial. El aduanero aprovechó el cruce de ilegales para llenarlos con cargas de mariguana. De esta forma, agilizaba dos negocios. Pero ay de aquél que se atreviera a escapar con la droga o a perderla. Los indocumentados eran esperados al otro lado del rio, en la propiedad de su socio. Cada uno era examinado minuciosamente para cotejar la mercancía. En caso de pérdida, eran asesinados al instante.

El éxito continuó por tres años. No obstante, Victoriano Huerta llegó al poder en septiembre de 1913. El General envió́ su gente para administrar la frontera chiquita, en Reynosa. Fue en ese momento, que Adolfo Villarreal ya no tuvo cabida. El ex aduanero estuvo encarcelado durante diez años por sus actividades delictivas.

 

Luis de la Garza cabalgó por más de un día hasta llegar a su destino. Reynosa no estaba lejos de Los Ébanos, pero a caballo el sacrificio era mayor. Jineteó desde la mañana hasta la puesta del sol. Al atardecer, se alimentó de carne seca y descansó por unos minutos. Después recolectaría ramas de mezquite, y cazaría liebres para comer. El joven buscaba lugares desolados para descansar. El miedo lo atrapó durante la noche. Sabía de la partida de cuatreros y asaltantes que había por la región. Comprendía el peligro latente que vivía desde que dejó su poblado natal. Mil quinientos pesos en el bolso de su camisa, eran razón suficiente para un asesinato durante su viaje.

Tan pronto arribó al poblado de su primer enemigo, se dispuso a buscarlo. Debería ser extremadamente cuidadoso. Conocía mucha gente en Reynosa, debido a los negocios de la desaparecida empresa DLG Lácteos. Sin embargo, confió́ en su rostro cambiado y adolescente para pasar desapercibido. Con el pretexto de buscar trabajo, el joven se identificó como Chacho. Preguntó por Adolfo Villarreal en una cantina, y pronto le dieron referencias. Chacho no la tenía nada fácil. Don Adolfo Villarreal era un prominente empresario en la industria tomatera, algodonera y cebollera de la región. Rápidamente descubriría su lado oscuro y gansteril. El ex aduanero era el amo del contrabando; se rumoraba que cruzaba por el rio una porción de sus mismos productos legítimos para evadir impuestos. También se habló sobre el cruce de bebidas ilegales.

Una decena de cervezas después, la sinceridad impregnó el lugar. Los borrachos no tardaron en tratar los temas de contrabando, tanto de mariguana, como el cruce de indocumentados. Luis definió mentalmente a su rival como un hombre peligroso y de difícil acceso.

Se hospedó en un cuarto que rentaba el cantinero. Al siguiente día, se presentó en el rancho del multifacético hacendado, a las salidas de Reynosa, para pedir empleo. El trabajo le llegó al instante y empezó labores como cargador de cajas de tomate. El producto cruzaría al Valle de Texas puntual cada lunes.

 

EL RIO

Luego de casi un mes de trabajo, por fin se llegó el día en que el joven conocería al señor Villarreal. Un tipo de cincuenta y ocho años de edad, de complexión robusta, víctima de una clara calvicie, y de tez aperlada, además de ser extremadamente rico y siempre resguardado por un par de escoltas. El primer contacto visual fue abrumador. Luis observó con rabia al asesino de su padre. Villarreal nunca se percató de dicho sentimiento contra él. Sin embargo, de manera déspota, el contrabandista se dirigió́ al joven.

—Hey, tú, nuevo. ¡Échale una mano a los tuneros, no te hagas güey!

Luis observó los elocuentes ademanes del ex aduanero. No cabía duda que ese hombre encajaba perfecto en el perfil maleante que se había imaginado.

—Sí, señor, ya voy.

Los tuneros eran un grupo de personas originarias de San Luis Potosí. Esperaban la oportunidad de cruzar a Estados Unidos y mientras tanto, trabajaban para Villarreal. Durante varias semanas, Chacho convivió con ellos. Pronto reconoció la infinidad de atrocidades que sufrían a manos del rico hacendado. Eran constantemente humillados, trabajaban por más de dieciséis horas diarias, sin goce de sueldo. Villarreal siempre les recordaba que, gracias a él, cruzarían a los Estados Unidos y por esta razón, le debían obediencia.

Con tan solo un par de semanas laborando, el muchacho había visto y escuchado suficiente. Ahora no sólo era el sentimiento de vengar a su padre. El clamor de justicia por las salvajadas ocurridas en el rancho lo impulsaban a accionar.

«¿Cuántos asesinatos habrán sucedido aquí?» sopesó el joven afligido después de escuchar la historia de Gregorio; un joven oaxaqueño que fue cazado como animal por los escoltas de Villarreal. Supuestamente, debido a cierto robo en la Hacienda. Tendría que actuar con mucha cautela, Don Adolfo era muy peligroso y difícil de llegar. Siempre estaba resguardado por, al menos, diez hombres, entre ellos su escolta personal, conformada por Merced González y Florentino Hernández. La probabilidad de fracaso en su primera actuación de venganza, era muy alta. Así que esperó paciente por el momento justo.

Una noche fría, el muchacho tuvo ese presentimiento inquietante de que algo sucedería. Algo fuera de lo normal. Se encontraba en los dormitorios, despierto a las dos y media de la madrugada, cuando escuchó ruidos extraños. Su sentido de alerta detectó la irregularidad. Unos presurosos pasos se acercaban. Las mismas voces que buscaron al ladrón de la Hacienda se alzaron nuevamente para levantar a todos los trabajadores.

—Órale... pa ´rriba todos —gritó una sombra deforme.

—Vístanse pronto, porque nos vamos a jalar —comentó el compañero.

Entre patadas y empujones, Florentino Hernández y Merced González humillaban de nuevo a los jornaleros. En medio de todos, iba Luis. Se sentía desconcertado. Temblaba de miedo, su sentimiento se confundía con la brisa de la madrugada. Los trabajadores salieron de sus jacales para después caminar por cerca de media hora. Sus ojos apenas y se acostumbraban a la oscuridad de la noche. Sólo escuchaban los insultos de la gente enviada por Adolfo Villarreal. La incertidumbre creció cuando observaron un par de camionetas Ford modelo 1930. Estaban cargadas con cajas de madera y de cartón. En este lugar los estaban esperando cuatro pistoleros más. Tan pronto llegaron a los vehículos, las órdenes continuaron. Subieron a dos trabajadores por vehículo, y comenzó́ la descarga. Merced González organizó dos filas por cada camioneta para bajar la mercancía. El resto de los pistoleros encendieron lamparas y se colocaron a cincuenta metros de distancia para señalar el camino.

—¿A dónde vamos? —preguntó Luis un tanto alarmado.

—Vamos para el rio —contestó un compañero llamado Tomas.

—¿El rio?

—Sí, vamos a cruzar estas cajas. No te preocupes, no es la primera vez que lo hacemos, no va a pasar nada —explicó el tunero.

Luis suspiró aliviado, aunque no estaba del todo convencido.

—¡Más rápido, más rápido ¡— demandaban los pistoleros.

Durante el camino, uno de los trabajadores soltó una caja de madera. Esta se partió al instante y para su mala fortuna, el incidente ocurrió exactamente delante de un pistolero. De inmediato lo golpeó, y lo obligó a continuar con su labor. Luis caminaba detrás del agraviado al momento del error. Su corazón dio un vuelco. Alcanzó a notar dos cosas muy extrañas: en principio, reconoció la mercancía que salió expulsada de la caja. ¡Era mariguana ¡ El joven había escuchado sobre estos rumores, pero nunca lo había visto con sus propios ojos. En segundo lugar, advirtió, gracias a la luz de una lámpara, el logotipo que marcaba la caja. DLG Lácteos. El muchacho sintió una punzada en el estómago. Su cabeza era un huracán de ideas, sin embargo, continuó en su labor de cargar la hierba. Los trabajadores avanzaron entre la maleza. Tras sobrepasar extensas murallas de matorrales reconocieron la cercanía del Rio Bravo. Dos balsas, con dos hombres en cada una, los esperaban. Enseguida cargaron los pequeños botes.

Merced González subió́ a una balsa, mientras Florentino Hernández abordó la otra. Ambos ordenaron la compañía de Luis y de dos trabajadores más para descargar del lado americano. Los jornaleros obedecieron, pero cuando intentaron subir a las balsas, fueron detenidos por los pistoleros.

—Ustedes se van nadando. Las canoas no aguantan tanto peso.

—¡Pero yo no sé nadar! —replicó un trabajador.

Luis se quedó estupefacto ante la frialdad que presenciaba, sin embargo, el siempre positivo Tomas, animó a sus compañeros.

—No se preocupen, muchachos, las aguas están tranquilas. Podemos cruzar caminando.

Los jornaleros se miraron con escepticismo.

—Ya oyeron al indio pata rajada — exclamó Florentino—. ¡Órale, vámonos!

Del otro lado los esperaban Adolfo Villarreal y un norteamericano. El gringo también disponía de dos vehículos para subir la mercancía. Una Ford modelo 1933, y otra Chevrolet modelo 1930. No obstante, solo contaba con dos hombres para la mano de obra. Villarreal ofreció cruzar a varios de sus trabajadores para ayudar a cargar. Durante el traslado, inició el conteo de material. El norteamericano notó una irregularidad casi al instante.

—Greg, are you sure?

—Yeah, boss. There’s a box missing.

—The hell is this? — El norteamericano se dirigió a Adolfo.

—¿Qué chingados dices? —contestó el mexicano.

—Falta una caja —recriminó el gringo, con un golpeado acento americano.

—No hagas tanto borlote, John. ¡No me la pagues, y ya! — Villarreal minimizó el hecho.

—You god damned mexican! Yo ya tengo vendido todo —insistió el norteamericano ante el fastidio de Villarreal.

—¡Chingada madre! ¡Merced, Tino!

—¿Qué pasó, jefe?

—Busquen una caja que traemos perdida.

Después de escuchar la orden, los maleantes encontraron la caja luego de un rato. Se encontraba en el fondo de la canoa. Villarreal se sorprendió.

—Está rota —describió González.

—¡Tráiganla como esté! —Villarreal hizo sonar sus dedos para agilizar la acción.

Florentino envió a Luis por la caja que había visto romperse minutos antes. El joven la recogió y volvió a leer la insignia: DLG Lácteos. «Hijos de perra», exclamó en su mente.

El resto de la mercancía se le entregó al norteamericano, y la transacción se llevó conforme al acuerdo. Luis observó con detalle al gringo, y lo reconoció de inmediato. Era el ex socio de su padre, John Lee Cole. Probablemente de ahí venía la relación con las cajas. DLG.

—Siempre es un placer hacer negocios contigo, John.

—Yeah, yeah. Dirty Mexican, you think you can fool me?

 

DIA DE MUERTOS

El 2 de noviembre de 1933 había llegado. La Hacienda El Arenal se complacía en realizar una gran fiesta en honor al décimo aniversario de la liberación de Don Adolfo Villarreal. Una conglomeración de más de doscientas personas originarias de los ranchos aledaños, así como de Reynosa, Matamoros y algunos Texanos, se reunieron para dicha celebración. Todos los presentes tenían en mente la fiesta del cacique. Chacho, por su parte, consideraba otra opción.

Caminó entre el monte del rancho. Aprovechó la fiesta para escabullirse por unos minutos. Al fin, llegó al lugar indicado. Se inclinó para pasar por unos arbustos, y en medio de un par de ramas, comenzó́ a cavar. Desenterró un morral, lo abrió y sacó sus armas.

—Para mí, el verdadero festejo es el «día de muertos».

El muchacho regresó equipado al fandango. Su corcel estaba preparado para la huida. Esperaba que los pistoleros de Villarreal no estuvieran cerca, pero parecía una misión imposible, dado que no lo dejaban un solo segundo. El chamaco espió por dos horas a Villarreal. Por un momento, fue presa de la desesperación. No encontraba el momento oportuno de actuar. Permanecía en el costado de la casa, observaba cada movimiento. De pronto, una llovizna de puños explotó al fondo de la pista de baile. Era tal el desorden, que Don Adolfo Villarreal envió́ a Merced y a Florentino a tranquilizar la situación. En ese momento, el patrón quedó completamente solo.

«¡Aquí mero!» se dijo a sí mismo el muchacho.

Se lanzó a caballo hasta Villarreal. En cuestión de segundos ya estaba en frente, después lo observó con frialdad.

—¿Con que le gusta matar gente inocente, ¿verdad?

Villarreal agudizó la vista

—¿Y tú, que quieres?

El ex aduanal no reconoció́ al joven.

—¡Vengo de parte de, Don Juan de la Garza!

Villarreal abrió los ojos por completo. El rostro de aquel joven se transformó en el de un viejo conocido. Había escuchado con claridad.

El muchacho sacó su colt .38; sus ojos estaban inyectados en sangre. Disparó dos veces sin ningún remordimiento. Al instante, cayó el corrupto hacendado. El cuerpo tumbó la mesa principal. Varias botellas y platos salieron volando. El cráneo quedó totalmente destrozado ante los impactos de bala a corta distancia. Por su parte, los guardaespaldas regresaron con rapidez, pero el muchacho ya había logrado su escape. Con urgencia, se comandó una brigada para buscar al asesino. La persecución no se hizo esperar. El joven era cazado por los pistoleros de Villarreal y por la Policía Rural de la región. Decenas de mercenarios a caballo, y otros tantos en camionetas, cercaron las rutas, caminos y posibles salidas. Pero al fin de cuentas, no lograron capturarlo. Luis de la Garza nunca volvió́ a ser visto en Reynosa Tamaulipas.

 

Volver

Buscar en el sitio

© 2014 Todos los derechos reservados.