Tu Creatividad hecha Realidad

Vientos de Soledad (Capítulo 2)

11.04.2020 13:24

 

VIENTOS DE SOLEDAD

Por Carlos Nagasaki

Capítulo 2

 

AGAPITO

Eran las siete de la tarde en la Cantina San Francisco. La gente, poco a poco, llegaba al lugar. Las jugadas de baraja comenzaron en el momento que arribó Don Agapito Ramírez. El pueblo lo estimaba demasiado. No había día que, Don Agapito visitara la cantina y no fuera invitado una copa por uno de los presentes.

—Muchas gracias, Pancho —dijo, al tiempo que levantaba su bebida en señal de respeto.

—De nada, Don Agapito. Aquí estamos pa’ servirle.

El máximo placer en su vida era ser reconocido y querido en Parras de la Fuente, Coahuila, así como en sus alrededores. Su sonrisa, al estrechar la mano sincera y franca, contrastaba con aquella mirada que parecía explicar un enorme vacío.

Don Agapito Ramírez Guajardo había nacido en junio de 1882, en Ventura de Santa Rosa, Apodaca, Nuevo León. Desde niño mostró un gusto enorme por montar a caballo, lo cual marcaría su juventud al convertirse en un auténtico vaquero reconocido regionalmente. Su familia era de campo y siempre se dedicó al negocio de la ganadería. Agapito, junto con su padre y hermanos, hicieron enormes esfuerzos para comprar sus propias tierras. Diferentes Hacendados y los primeros empresarios neoleoneses poseían tierras para la agricultura, y requerían los servicios de un amplio conocedor del campo. De esta manera, contrataban a los hermanos Ramírez.

Muy pronto se dio a conocer como un jinete muy respetado y desde los dieciséis años había sido nombrado el responsable de arrear reces para un gran número de ganaderos. Sus rutas fueron a través de muchísimos ejidos, rancherías y pueblos, tanto del Estado de Nuevo León, como de Tamaulipas y Coahuila.

En diciembre de 1902, Agapito fue contratado por un importante restaurantero, originario de Monterrey. Dicho empresario lo necesitaba de manera exclusiva. Después de pensarlo unos días, Agapito aceptó la propuesta y se mudó para el rancho de su nuevo jefe. La Hacienda donde trabajaría se ubicaba en la Villa de Santiago Apóstol, allí mismo, en Nuevo León. Agapito se mostró contento de trabajar relativamente cerca de su casa. Era un trabajo que conocía a la perfección y estaba muy bien remunerado, por lo tanto, decidió ir tras su fortuna. A principios de 1903, justo después de recibir el nuevo año con su familia, Agapito se presentó en La Hacienda El Manzanar. Ahí fue introducido, de manera rápida, ante todo el personal y familia del lugar. Ese fue el momento en que el destino cambiaría su vida para siempre.

La quinta persona que le presentaron era la hija del empresario regiomontano. Acababa de cumplir catorce años; sus ojos azules penetraron la mirada de Agapito y su sonrisa tierna hizo un festín de fantasías en el nuevo capataz. El primer pensamiento de Ramírez fue sobre los alentadores años venideros de la niña consentida del patrón.

El tiempo transcurrió y Agapito se ganaba cada vez más el respeto y la confianza de su jefe. Éste lo mandaba a hacer compras de ganado, con la entera responsabilidad de disponer del dinero y hacer regateos. El joven se sentía afortunado de tener un patrón que lo estimara como amigo de infancia.

Luego de tres años de trabajar en la Hacienda, la tensión sexual entre el joven capataz y la hija de su jefe era cada vez más notoria. Evitaban a toda costa el contacto visual, se sonreían mutuamente, con timidez, y a veces buscaban pretextos para cruzar alguna palabra, o tan sólo una mirada.

Cierto día, la joven se perdió en el bosque. Su padre organizó entonces, una brigada para ir en su búsqueda. La preocupación de Agapito era evidente; fue el primero en internarse al campo abierto. La encontró cuarenta minutos después de iniciada la excursión. Para su sorpresa, la joven se echó en sus brazos después de verlo. Esa acción jamás la olvidaría el joven Ramírez. Al día siguiente, la bella dama fue hasta el jacal donde él descansaba y le agradeció por salvarla. Los dos se encontraban solos; el silencio se alargó por unos cuantos segundos cuando de pronto, se enfrascaron en un apasionado beso. La joven le expuso sin pudor sus sentimientos, a lo que Agapito respondió de la misma manera. Desde entonces, se verían una vez al mes en el mismo lugar donde Ramírez la había encontrado.

Una y otra vez, los jóvenes se perdían en el bosque para disfrutar de su amor. La atracción era demasiada, la pasión los desbordaba. Fue entonces que decidieron verse dos veces por mes. Por un par de años, lograron ocultar su relación, hasta que un día, el joven se armó de valor y decidió hablar con su jefe al respecto. El empresario comentó que dicho tema se hablaba entre padres, entonces Agapito regresó a su rancho y le pidió a su padre que le acompañara para pedir la mano de su novia.

Se reunieron en la casa del Patrón, en el centro de Monterrey. Tras una larga plática, el padre de la joven les explicó su negativa en la petición. El empresario expresó la gran estima para su capataz, pero le preocupaba la vida que le pudiera ofrecer a su hija. Era claro que el oriundo de Santa Rosa no tenía el capital suficiente para ofrecerle la vida de comodidad a la cual estaba acostumbrada la joven. Agapito se levantó decepcionado, miró a su padre con tristeza y se disculpó con su jefe por el inconveniente. Antes de cerrar la puerta de salida, Agapito habló en voz alta, pues sabía que la joven escuchaba todo desde la cocina.

—Volveré por ti; volveré cuando sea digno —y se marchó.

La depresión consumió al joven de Santa Rosa. En una noche de parranda, optó por irse a los Estados Unidos para hacer fortuna y regresar siendo un hombre capaz de darle a cualquier mujer la vida que se merece.

Las décadas pasaron, ahora se encontraba en una tierra lejana a la suya, conviviendo con gente que no eran sus viejos amigos, ni su familia, sin embargo, el respeto se lo había ganado a pulso. No había una sola alma en aquel poblado que no lo estimara. Pero cuando el corazón ha sido destruido, no existe actitud positiva que pueda remediar el daño.

Agapito tomó un largo trago y después perdió su triste mirada en el tarro.

 

PEDRO

El polvo bañó el sombrero de Don Pedro Ibarra, había cerrado el portón del granero viejo con mucha fuerza, por momentos temió haber roto las endebles maderas, pero pecó de preocupación. La madera era de roble, jamás cedería con tan débil impacto, tal vez el cerrojo aflojara, o la misma chapa se desprendiera, pero la madera quedaría intacta. Pasó la cadena y cerró el candado. Dio media vuelta y observó a Doña Consuelo. No recordaba con claridad la última vez que la vio sonreír. Eso lo apenó. 

—¿Esta segura que no lo quiere vender? —expresó el capataz frunciendo el ceño con vergüenza.

—No, Don Pedro. Existen ciertas cosas de las cuales no me desprenderé—contestó Doña Consuelo.

El armatoste del granero había sido reparado, pero no tenía valor comercial. Sin embargo, el sentimentalismo de Doña Consuelo había vencido a la cordura y decidió conservarlo. Don Pedro también guardaba buenas memorias. Recordó los viajes al lado de su patrón en las épocas donde apenas forjaba su imperio.

«Don Juan se había obstinado en hacer dinero para el sustento de su familia. Su visión empresarial no tenía límites. Estaba respaldado por una enorme fortuna económica. El jerarca de la familia había hecho correcto aquel viejo adagio que decía: dinero llama dinero. Por casi noventa años, su familia se había dedicado a la compra y venta de ganado, pero siempre llegaban a un límite. Este no era el caso de Don Juan.

Desde 1912, año en el que contrajo matrimonio con la bella Consuelo Treviño, se dedicó a rebuscar proveedores de reses que le redituaran a un mayor porcentaje que el acostumbrado. Los De la Garza importaban ganado de Texas. Aprovechaban las tierras que tenían por aquellos lugares, pero pronto llegaron a la conclusión de que no era recomendable comprar del lado americano. A pesar de la buena calidad del ganado, los precios eran elevados y no existía provecho alguno. Habría que buscar quien pudiera vender calidad a buen precio.

Los viajes comenzaron y la búsqueda del proveedor de oro se volvió su obsesión. En esos tiempos, Don Juan de la Garza se hacía acompañar de su primo hermano, Mateo Segura de la Garza, del mismo Pedro Ibarra, y de cuatro o cinco vaqueros, para su protección en caso de que realizara alguna compra. Empezó por abrirse camino por Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas y Texas, los cuales conocía a la perfección. Conoció buenos ganaderos en Saltillo y realizó varias compras, luego volvía a casa feliz, con cientos de cabezas de ganado. No obstante, su olfato empresarial le decía que no había encontrado aún, lo que realmente buscaba. Su primera expedición había terminado, pero pronto exploraría nuevas regiones.

En su segundo viaje pasaron por San Luis Potosí y llegaron a Zacatecas. De allí, se trasladaron hasta Durango. Hizo al menos una compra en cada estado, aunque seguía sin estar satisfecho. Continuó su misión; viajó por tren y algunas veces, condujo su flamante Ford Modelo T 1912. Varias expediciones después, decidió contratar guardaespaldas. Eran tiempos de Revolución. Una furia infernal estaba desatada en todo el país, y los grupos de bandidos aterrorizaban a cada persona, en cada poblado tanto de sur a norte, como de este a oeste. Don Juan lo sabía, por eso contaba con su protección personal, aunque para su fortuna nunca le pasó nada.

Con más de quince contactos comerciales en el ramo ganadero, Don Juan prosiguió con su sueño. Anhelaba extenderse al ramo de las carnicerías, mejor conocidas como maquetas. Aprovechó que tenía el capital suficiente para comprar producto y siempre mantuvo abastecidos sus establecimientos. Empezó por abrir una maqueta en su pueblo natal, Los Ébanos, pero pronto supo que los mejores dividendos estaban en la frontera. Rápidamente, se expandió hasta los pueblos de Reynosa y Nuevo Laredo.

La búsqueda de nuevos proveedores seguía en su cabeza. A pesar de tener buenas ganancias con sus actuales contactos, su ojo empresarial siempre buscaba la mejor opción, así que continuaron viajando por gran parte del territorio nacional. En 1915 llegaron hasta Jalisco, donde disfrutaron de hermosos paisajes, más no de un buen negocio. A su regreso, escucharon el rumor sobre ganado de calidad en el estado de Veracruz. Les habían recomendado llegar a un poblado llamado San Rafael. Se encontraba a cientos de kilómetros de la capital jarocha y los rumores decían que, debido a su fértil tierra, su agradable clima y su abundante vegetación, no había mejor lugar para criadero de ganado. Don Juan tuvo un ataque de emoción al escuchar estas palabras, pero al arribar al lugar y corroborar los precios, su ánimo decayó. Sólo quedaba una opción viable, pero el hecho de considerar este viaje erizaba la piel del empresario.

—Ni modo, primo, no nos queda alternativa.

Mateo Segura conocía a profundidad las ideas de Don Juan, entonces propuso la última oportunidad. Pedro Ibarra levantó la ceja en señal de sorpresa; sabía a lo que se refería Mateo, pero por seguridad, deseaba no hacer aquel viaje.

—¿Tú cómo la ves, Pedrito? —Don Juan giró su torso para observar de frente a su mano derecha.

—Pues… no dudo que haya muy buenos animales allá, pero el diablo anda suelto por aquellas tierras —Pedro Ibarra pasó saliva. Conocía a su patrón y sabía que aquella pregunta era más una afirmación.

—El diablo y el ganado son buena combinación. Pues entonces, vámonos al Gigante de México.

El sequito de Don Juan se dirigió a Monterrey, para tomar el tren hasta las tierras del Centauro del Norte, Chihuahua»

Don Pedro sonrió para sí mismo, aquellos fueron buenos tiempos. Extendió su mano y entregó las llaves del vehículo a Doña Consuelo.

—Hace bien en conservarlo.

 

CONSUELO

La maleta se abrió por completo mientras la joven corría. Toda la ropa que estuvo debidamente doblada terminó en el suelo y sobre la sala. Consuelito hizo un berrinche que causó la sonrisa de los presentes, enseguida Ramón se inclinó para recoger el muladar, mientras tanto, Doña Consuelo persignaba a su hija en son de despedida. Consuelito enrolló los ojos con desespero y esperó que su madre terminara.

—Ya estuvo bueno, Mama.

—Un momento—exclamó la señora de la hacienda, después la abrazó con infinita ternura.

—¡Mama ¡—gritó la hija con desagrado—…me voy a Monterrey, no a la ciudad de México.

El vehículo la esperaba a las puertas de la hacienda. Sus tíos, Abraham Treviño e Isela Guajardo no tenían prisa, sin embargo, la ansiedad de la joven era incontenible. Después de aquel abrazo incomodo, Consuelito subió a la maquina automotriz, agitó la mano y partió de su hogar. Su madre contuvo las ganas de llorar, y Ramón la escoltaba a la derecha. Fue él quien llevó el equipaje hasta el carro y se despidió rápido de su hermana.

—No se preocupe, Mama—dijo Ramón—el tiempo pasa volando. Cuando menos lo espere ya tendrá a Consuelito de regreso…—sonrió para después añadir—…Como maestra.

Doña Consuelo se limitó a devolverle la sonrisa.

Ramón también se preparaba para irse, aunque solo iría al pueblo. Su trabajo en la cantina El Porvenir lo esperaba. No era una labor que agradara a su madre, pero sin duda redituaba lo suficiente para contribuir con el sostén de la hacienda.

—Nos vemos en la noche—se despidió Ramón.

—Que dios te bendiga, hijo—respondió Doña Consuelo.

De aquella forma, la dama del Rincón del Ébano se quedó sola en la enorme mansión. El ardor en sus pupilas anunciaba la llegada de lágrimas desgarradoras, y un nudo en la garganta la hizo carraspear. Observó el deterioro notorio en cada habitación. No pudo evitar recordar los días gloriosos. Aquellos días donde los niños corrían por los pasillos mientras decenas de hombres y mujeres se preparaban para la jornada laboral del campo. Aquellos días donde la cocina necesitaba cuatro mujeres para atender las necesidades de todos los trabajadores. Aquellas mañanas donde su esposo le sonreía con la taza de café en la mano mientras sus hijos renegaban por atender las clases de la escuela. Todo se había esfumado en un abrir y cerrar de ojos durante esa tarde trágica. Ahora se encontraba sola, en una hacienda enorme que solo le recordaba ecos de una vida plena. Su hija fuera de la región, intentando forjarse una vida mediante la preparación académica. Ramón trabajando en lugares vulgares con tal de ganarse un peso para suavizar los difíciles años que atravesaban, y su hijo mayor; perdido en un mundo obscuro y violento.

Doña Consuelo suspiró con profundidad.

«La prosperidad abundaba en la familia de Don Juan. En menos de dos años, ya contaba con cerca de siete mil cabezas de ganado. A partir de allí, echó a andar su plan corporativo. Sus carnicerías se expandieron por toda la frontera Tamaulipeca. Después, se extendió a Nuevo León.

Carnicerías de la Garza fue el primer peldaño de la carrera empresarial de Don Juan. Llegó a ser propietario de cuarenta maquetas. El dinero caía como torrencial de septiembre. Una vez instalado como empresario carnicero, su siguiente paso fue el negocio de los restaurantes. ¡Qué importaba intentar algo en el mundo restaurantero! En caso de fallar, ya tenía dos negocios bastante redituables.

Los Restaurantes dieron frutos tan pronto fueron abiertos. Don Juan estableció así, su siguiente meta: inaugurar un restaurante en cada pueblo que contara con una Carnicería de la Garza. De este modo, tendrían su propio proveedor. El negocio fue un éxito total, al punto que abrieron pequeñas fondas en casi el ochenta por ciento de las rancherías fronterizas.

Cuando un negocio tiene éxito, cualquier cosa que emprendas a raíz de éste, se te da por añadidura. Don Juan lo sabía. Al hacer cálculos sobre el ganado disponible en el rancho, el empresario reconoció tener más de tres mil vacas productoras de leche. Sumó las mil quinientas cabras y ovejas lecheras con las que rellenaba sus corrales. De esta forma, visualizó un nuevo comercio. Pronto estableció otra fuente de ingreso, al que llamó DLG Lácteos. Al principio, su nueva empresa ofrecía productos lecheros, tanto de vaca, como de cabra, pero rápidamente se extendió con quesos y sus derivados. Tenía sus oficinas generales en Reynosa, Tamaulipas, debido a la ubicación de sus principales clientes texanos. Éstos eran un norteamericano llamado John Lee Cole y Mateo Segura de la Garza, su primo hermano, quien vivía en San Benito, Texas y se encargaba de la distribución de productos en todo el valle hasta Brownsville. Por otro lado, el gringo, John Lee Cole —originario de Nashville, Tennessee, pero radicado en Laredo, Texas— tomó las riendas de distribución desde su poblado hasta El Paso. Mateo y John se hicieron socios, aprovechando el bajo precio que les daba DLG, para así romper el mercado texano y proclamarse como los reyes lecheros de toda la región.

En diciembre de 1920, Don Juan visitó a su cuñado, Abraham Treviño, quien manejaba un exitoso buffet de abogados, y realizaba trabajos de notaría pública. Juan de la Garza se había extendido mucho comercialmente, contaba con las Carnicerías De la Garza, la cadena de restaurantes El Ébano y con la distribuidora DLG Lácteos. Fue entonces que decidió la creación del GRUPO DLG. Básicamente, serían las oficinas generales donde se manejarían todos los negocios concernientes a la familia. Dicho grupo tendría su cuartel general en la Hacienda El Rincón del Ébano.

Eran tiempos felices donde imperaba una solvencia económica descomunal. Este nivel de éxito causaría envidia en más de una persona. ¿Sería esta la razón de su asesinato? A raíz de la muerte del patriarca los tiempos cambiaron. Las personas de confianza durante el apogeo empresarial, gradualmente fueron abandonándolos. Sólo Don Pedro Ibarra era fiel a sus patrones. Los años siguientes marcaron el negro porvenir de la familia. La viuda tomó las riendas de todos los negocios. No tuvo tiempo de llorar a su difunto marido, y muy pronto requirió la presencia de su hijo mayor. Entre ambos administraron los negocios del GRUPO DLG, sin embargo, su falta de experiencia los haría tomar decisiones equivocadas y pocos meses después, le cedieron mayor responsabilidad a Don Pedro Ibarra para descargarse un poco.

La familia continuó sin superar el devastador acontecimiento. Doña Consuelo no paraba de llorar cada noche, mientras trataba de mantener la calma en sus hijos durante el día. En las madrugadas, aprovechaba la quietud de su hogar para internarse en el cuarto de oración; una habitación cubierta de altares religiosos donde la dama de la casa intentaba poner su mente en paz a través de profundos rezos y relajante meditación. Observaba la figura de cerámica de la virgen, a quien pedía por fuerza, y después contemplaba al santo de su devoción, a quien rogaba por protección.

Luis no era indiferente al tormento que atravesaban su madre, su familia, su casa y toda la gente que dependía de Don Juan. No obstante, el más afectado por esta pérdida era él mismo. Estar en el lugar y en el momento exacto donde asesinaron a su padre lo marcó de por vida. Sin duda alguna, era un trauma que jamás resolvería. Su impotencia por no haber ayudado a su padre y por no ser un experto en los negocios, hicieron de Luis, un muchacho frío y depresivo.

La administración del GRUPO DLG se fue complicando considerablemente. Don Pedro Ibarra se encontraba al mando de las labores de campo, así como también de las transacciones de ganado. El capataz instruía a Luis, diariamente y, a pesar de que aprendía rápido, el mal tiempo no ayudaba en lo absoluto. Sequías, pérdida de animales, todo se vino para abajo. Poco a poco, GRUPO DLG se iba desvaneciendo. Primero empezaron por vender algunos restaurantes, después continuaron con las maquetas.

Por cerca de ocho años, la familia observó como escapaba de sus manos cuanto negocio habían poseído. En abril de 1931, la sequía fue de tal magnitud que casi la mitad de sus reses perecieron, sin que pudiesen hacer algo al respecto. Esto trajo consigo pérdidas gigantescas de dinero. Las represas estaban sin agua, por lo que se vieron obligados a traer tanques repletos desde Reynosa y Nuevo Laredo. Estos viajes se prolongaban hasta día y medio a carreta. Para entonces, Doña Consuelo Treviño ya había vendido treinta y cinco de las cuarenta carnicerías, y cincuenta y dos de los setenta restaurantes. El fondo que se recaudó por estas ventas era lo suficiente para vivir bien, pero tendrían que olvidarse de excentricidades y caprichos.

El despido masivo de empleados era doloroso pero necesario. Ni Consuelo Treviño, ni su hijo Luis, tenían el valor de agradecer a los jornaleros por su trabajo y despedirlos. Esa tarea la dejaron a Don Pedro Ibarra, quien se ofreció a recibir los reproches y reclamos de los ex trabajadores de la Hacienda. Al mismo tiempo, la falta de personal confiable en Reynosa y el descuido de la familia, causaron la caída libre de DLG Lácteos. Don Pedro los visitaba mensualmente, se quedaba por tres días, pero su estadía era inútil.

La reacción en cadena del mal tiempo, también afectó al negocio lechero. La sequía había matado tantas reses en la Hacienda que la producción de leche desapareció. Era inconcebible la existencia de la empresa. Mateo Segura presintió la oportunidad y se presentó para ofrecer una propuesta a Consuelo Treviño.

—Lo más conveniente para la familia es la venta de DLG —propuso el primo del difunto.

—¿Y qué me ofreces para que esta conveniencia sea cierta? —respondió la viuda.

—Mira, Consuelo, los números no mienten. Las ventas han bajado demasiado; tal vez yo y mi socio podamos hacer algo con el negocio.

La viuda frunció el ceño, su cerebro reaccionó instantáneamente al escuchar a su “primo”

—No lo entiendo, Mateo. Si el negocio es tan malo, ¿por qué te quieres quedar con él? —replicó.

Mateo tosió, inconforme. El punto de la viuda era válido.

—Te aferras a DLG por puro valor sentimental, Consuelo. ¿Quién te dijo que queremos darle el mismo giro? —reviró Mateo con habilidad.

Consuelo Treviño aceptó el comentario de Segura. Sólo se aferraba a DLG por recuerdos melancólicos. Como empresa, no aportaba nada.

Después de una pausa, la viuda cortó la conversación.

—¿Cuánto ofrecen?

Mateo, sin titubear, expuso la cantidad.

—Quince mil pesos.

Luis enfureció y replicó la propuesta.

—Eso es una mentada de madre, no lo aceptes, mamá.

La sala de la Hacienda se llenó de tensión.

—¿Así es como le hablas a tus mayores? —respondió Mateo.

—¡A los que se aprovechan, si! —sostuvo su postura el hijo mayor.

—¡Ya basta! —interrumpió Doña Consuelo, y el silencio se hizo de nuevo.

Enseguida, la mujer giró su rostro y observó con timidez a Don Pedro. Le pidió un minuto a Mateo para analizar la propuesta, y éste salió del salón.

—¿Tú que piensas, Pedro? —preguntó la matriarca.

—Pues, señora, ¿qué le puedo decir yo? —respondió incómodo.

—¿Cuánto cuesta una empresa como DLG Lácteos?

´pos se me afigura que unos sesenta mil pesos —dijo el capataz, rascándose la cabeza.

—¿Ya ves, mamá? ¡Es un robo lo que ofrecen! —expuso Luis con furia.

—Pero ´pos … —Don Pedro interrumpió sin levantar su mirada.

—¿Qué pasa? —preguntó la viuda mientras el corazón le anunciaba malas noticias.

—… no sé si podamos sostener DLG hasta la temporada de lluvias —Ibarra se mostró cabizbajo.

—¿Entonces, tú crees que debamos aceptar? —Doña Consuelo se acercó un par de metros y lo miró directamente a los ojos.

Luego de veinticinco minutos, se le pidió a Mateo que entrara al estudio. La decisión había sido tomada.

—¿Y bien? —se frotó las manos Segura.

—Aceptamos —exclamó Doña Consuelo apretando la mandíbula.

Luis azotó la puerta sin despedirse de su “tío”. La viuda estrechó la mano en señal de trato, aunque muy a su pesar»

Doña Consuelo vistió su camisón para dormir y se recostó, giró a su lado derecho, junto al pequeño buró, y apagó la lampara de petróleo junto con aquellos recuerdos.

 

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