Tu Creatividad hecha Realidad

Vientos de Soledad (Capitulo 1)

11.04.2020 13:14

VIENTOS DE SOLEDAD


Por Carlos Nagasaki

 

Capítulo 1 

LUIS

La ventisca acalorada levantó una desagradable capa de tierra que se impregnó en el muchacho, pero pareció no importarle. Se encontraba pensativo. Había cabalgado por casi seis horas desde que partió de su hogar. Descansó por un momento junto a su caballo, se acercó a una represa para que el animal bebiera un poco y después reposaron bajo la sombra de un gran mezquite. Contempló las enigmáticas bolas de paja pasearse a gran velocidad por el llano ardiente, mientras rastros de basura las perseguían. Una vez más, repasó mentalmente toda la historia que lo había llevado hasta aquel mismo punto. Tragó saliva y resopló un fuerte suspiro. Allí estaba el camino que buscaba, esa vereda terregosa que lo llevaría hasta su inevitable destino.

Se levantó del suelo y sacudió su trasero sucio con sendos palmazos. Sabía que tenía que apresurarse para llegar al poblado antes del anochecer. No le complacía la idea de dormir en aquellas tierras semidesérticas donde el peligro de ser encontrado por bandoleros era inminente. Montó su caballo con habilidad, se reacomodó el sombrero y no hizo otra cosa más que recordar aquel día trágico.

«El sol resplandeciente se extendía por el inmenso valle en El Rincón del Ébano. El intenso calor atizaba con fuerza, aun desde el amanecer, como era costumbre en aquellas tierras áridas. Las últimas ráfagas otoñales se despedían con gracia antes de la entrada del invierno. Aquella mañana, Luis montaba a caballo junto a su padre por las praderas apacibles de la enorme propiedad. Apenas tenía once años de edad.

—Hijo, creo que ya va siendo hora de que te empieces a enterar de los negocios —comentó con seriedad absoluta Don Juan de la Garza.

—Sí, papá, está bien —contestó el primogénito desde su caballo.

—Las cosas van muy bien ahorita, pero es tanto lo que estoy manejando que necesitaré tu ayuda.

—Se le van las cabras, apá —dijo sonriente el pequeño Luis.

—Pues sí, mijo, para qué negarlo —suspiró Don Juan, sin encontrar la gracia a un comentario que tenía tintes verídicos.

De pronto, un sonido inusual se escuchó tras los arbustos contiguos a los bebederos para el ganado. Don Juan se percató de dicho ruido y, ante un presentimiento de peligro, ahuyentó a su hijo. ¿Dónde está Pedro? Sopesó el hacendado.

—Oye, Luis… ¿Por qué no vas por Pedro? Necesito que venga porque necesito hablar con él —expresó sin dejar de observar los arbustos.

—Sí, papá —contestó el niño con descuido y pasividad.

—¡Pos ve ya! —lo apresuró.

El joven se alejó cadencioso en su caballo preferido. El galope lento iba dejando rastros en el camino terregoso mientras el jinete enfocaba su mirada en el cielo. A pesar de su corta edad, mostraba una madurez impresionante. Pensaba en lo afortunado que era por la familia que tenía, la opulencia en que vivía, y por el pacifismo en su pueblo natal. Sin embargo, un estruendo infernal hizo que se replanteara cada pensamiento. Su caballo relinchó incontrolable, y lo lanzó sin remedio al suelo. El zaino de inmediato corrió despavorido y sin rumbo. Luis yacía tirado. Trató de incorporarse y giró su vista hacia donde su padre había cabalgado segundos antes. Detrás de unos matorrales, presenció los destellos de ráfagas mortales, capaces de destrozar los nervios del más valiente.

Los disparos continuaron sin cesar; el adolescente se levantó al instante y huyó con dirección a la hacienda para pedir ayuda. Su corazón latía tres veces más rápido de lo usual. Mientras corría, analizaba la forma de ayudar a su padre; fue entonces cuando se detuvo a medio camino. Decidió regresar. Con miedo monumental, se fue abriendo paso entre la maleza hasta llegar al lugar de los hechos. Minutos después, observó un cuerpo tirado: era su padre. Yacía muerto sobre un charco de sangre, justo al lado del abrevadero.

Luis rompió en llanto al contemplar el desagradable encuentro. Volteó desesperado, mirando alrededor con nerviosismo. Le pareció ver entonces una sombra que merodeaba el lugar, pero ésta se desvaneció. Inmediatamente después, presenció la nube de polvo que levantaban cuatro caballos con sus jinetes. Aquellos misteriosos hombres se alejaban justo después del innombrable acto»

Luis volvió en sí, sujetó las riendas con fuerza descomunal. La sed de venganza lo consumía a cada segundo que recapitulaba los sucesos. Había esperado una década para conocer a los desalmados que habían acabado con la vida de su padre y aniquilado el bienestar de toda su familia. Ahora sabía sus nombres y también sus ubicaciones. Era hora de hacerlos pagar. Aún quedaban cuando menos cuatro horas de viaje, pero la primera parada estaba cada vez más cerca.   

 

 

 

JUAN

Don Juan de la Garza y Cárdenas era mexicano, descendiente de tercera generación española. Había nacido a mediados de mayo de 1877, en un pequeño pueblo llamado Los Ébanos, en la frontera de Tamaulipas con el estado de Texas. Su familia fue enviada con el propósito de colonizar e iniciar una nueva dinastía, con un respaldo económico importante.

Con agallas y extrema bondad, Don Juan de la Garza supo ganarse el cariño del pueblo. De una personalidad indescriptible y valentía probada, poseía una habilidad innata para los negocios. Todo esto, aunado a un reparto de tierras desproporcionado para sus abuelos, lo había convertido en un hombre sumamente poderoso.

Don Juan de la Garza tenía una ideología muy interesante sobre qué significaba ser mexicano. En tiempos del General Antonio López de Santa Anna, tanto su abuelo, como los hermanos de éste, fueron convocados para la batalla de Texas, en contra de los Estados Unidos, pero se rehusaron, argumentando que, si el presidente de México no protegía a los ciudadanos en su propio territorio, mucho menos lo haría en contra de otra nación.

—Nosotros tenemos nuestra propia guerra aquí, en nuestro pueblo. Día tras día tenemos que proteger a nuestras familias de los indios salvajes —fueron las palabras de Don Agustín de la Garza, abuelo de Juan.

En aquellos años, tribus indígenas atacaban con frecuencia toda la región del noreste de México. En Tamaulipas y Nuevo León, grupos nómadas, descendientes de chichimecas y huastecos, hacían la vida difícil a todas las familias de origen hispana o colonizadores. En Coahuila, los kikapoos y otras etnias de origen Tlaxcalteca, también llamados Los Barbaros del Norte, hicieron su parte para intimidar a los civiles, mientras que en los Estados de Chihuahua, Sonora y Sinaloa lo hicieron los apaches, yaquis, navajos, tarahumaras, comanches, y un sinfín de grupos indígenas que reclamaban la invasión de sus territorios.  Es por esto que, Don Agustín de la Garza cerraba el tema con una tremenda declaración:

—Para que le quede claro al imbécil de Santa Anna: Yo no soy mexicano. Yo soy de Los Ébanos, Tamaulipas, y nada más.

Juan de la Garza era poseedor de muchísimas tierras que se extendían a lo largo de Tamaulipas, Nuevo León y el vecino estado norteamericano de Texas. Su hogar era una enorme hacienda llamada El Rincón del Ébano, donde vivía con su familia. Su esposa, Doña Consuelo Treviño Leal, originaria de Monterrey, Nuevo León. Con ella tuvo tres hijos: Luis, el primogénito, siempre correcto y recio. Ramón, el responsable y trabajador. Y, por último, Consuelito, la bella e inteligente de la familia.

En la Hacienda también vivía la familia de Don Pedro Ibarra; capataz, administrador general, y mano derecha de Don Juan. El hospedaje del lugar se completaba con la servidumbre, rancheros, vaqueros y amas de casa. La armonía en la Hacienda era notoria hasta aquel fatídico 25 de noviembre, de 1923, donde la vida de la familia completa cambió para siempre, en especial, la del hijo mayor.

 

RAFAEL

El vaquero desaliñado tomaba apaciblemente cerveza en la cantina El Porvenir, como lo venía haciendo desde hacía muchísimos años. Para el, era una costumbre arribar a la taberna cada jueves para desprenderse de todos sus pensamientos y labores. Aquel rincón con aquellas bebidas eran su único escape a la violenta realidad que vivía día con día. Sorbió un largo trago y observó algunos hombres amantes del dinero fácil, se jugaban una fuerte mano de baraja. No pudo evitar recordar la situación idéntica que vivió diez años atrás en aquel mismo lugar.

«Ordenó su décima bebida al cantinero mientras observaba el efectivo sobre la mesa de los jugadores, su mente criminal trabajaba a marchas forzadas, pero de pronto, la conversación de estos hombres llamó su atención aún más que el dinero.

—¿Supiste que mataron a Juan de la Garza? —susurró uno de ellos.

—Sí, ya sabía —contestó otro, mientras barajaba las cartas con maestría.

—¿´taba visto, vedá?

´pos sí. Ese pelao tenía mucho dinero, no faltaba quien se lo quisiera quitar.

—¿No habrá sido El Demonio?

En ese preciso momento, el vaquero se levantó haciendo un escándalo, moviendo las mesas y las sillas sin delicadeza alguna. Luego, se dirigió hasta la mesa de juego. Con su cerveza, aún en la mano, se detuvo en medio de los dos habladores

—¡No, señores, no fui yo! —respondió con arrojo.

Una punzada cardiaca se sintió en el pecho de los dos hombres, al ver la estampa de aquel pistolero asesino.

—No, ´pos yo nomás decía —contestó aterrorizado el de la baraja.

´pos no ande diciendo, no sea pendejo —terminó por recriminar el pistolero.

Se dirigió hasta la barra y lanzó un par de monedas al cantinero por las cervezas consumidas. Segundos después, se alejó del lugar»

Rafael sonrió al recordar como hizo que orinaran sus pantalones aquellos jugadores de baraja con tan solo su presencia. Contempló su tarro medio vacío y exudó alcohol.

«¿Qué habrá pasado con el muchacho?» se preguntó a sí mismo.

Instantes después retornó su mirada hasta la mesa de juego. Saboreó el dinero de los competidores y se mentalizó asaltándolos a las afueras del lugar.

—¡Flaco ¡—levantó su mano derecha —órale cabrón, tengo sed.

Aquel vaquero se llamaba Rafael Garza Cantú. Un asesino a sueldo nativo de San Felipe, Nuevo León. Le apodaban El Demonio por el sinfín de atrocidades cometidas durante la realización de su oficio. Su demacrado rostro, lleno de cicatrices, hablaba por sí solo sobre ese estilo de vida.

Nacido en 1885, en el seno de una familia de campesinos, Rafael pronto se desvió hacia la línea criminal. Apenas contaba con quince años de edad, cuando cometió su primer asesinato. El, y una pandilla de amigos mataron un hombre a golpes, piedras y palos como castigo, por haber robado en varios lugares. En el altercado hirieron a otro par de ladrones. Rafael y el resto de sus amigos llevaron al par de delincuentes al rancho saqueado, pero contrario a lo que esperaban, fueron acusados de asesinatos por una de las mucamas, quien resulto ser la hermana del ladrón muerto. Desde entonces, Rafael siempre cuestionó el sistema judicial, así como esa falsa afirmación de ladrón que roba a ladrón, tiene cien años de perdón. Él había matado a un forajido, y en vez de ser considerado héroe por los suyos, fue relegado como la oveja negra de la región.

Rafael Garza era robusto y enorme como un toro. De tez aperlada y barba tupida, no se consideraba un bandolero convencional. No era el típico matón al que le pagabas para que quitase de en medio a la gente que estorbaba, aunque en eso consistiera su trabajo. No, El Demonio siempre lo cuestionaba todo, tanto el porqué de las cosas, como el porqué de las causas.

De pensamiento apolítico, El Demonio era un mercenario que se inclinaba siempre por el mejor postor, al menor riesgo. A la edad de veintiocho años, en 1913, ingresó al Ejercito Mexicano. Participó en múltiples batallas, tanto en los combates de Montemorelos y Nuevo Laredo, así como en la toma de Monterrey. Además, hizo campaña en Puebla, Celaya, Aguascalientes, Oaxaca y Veracruz. Se preparó a conciencia, tanto física como mentalmente. Se enfocó en situaciones de riesgo extremo y se entrenó en disparo de larga distancia. También era experto en el manejo de artillería pesada. Desertó en 1919, a poco tiempo de que la Revolución finalizara. Según su parecer, el soldado era una pieza fundamental de la sociedad, sin valor real para la misma. En otras palabras, no tenía caso defender situaciones que podrían matarte, sin ningún tipo de recompensa. Fue entonces, que decidió utilizar sus habilidades para otras cosas. No obstante, El Demonio no se despegó del todo del Ejército; siempre era requerido para hacer trabajitos que un militar sin permiso presidencial no haría. Así, se convirtió en un mercenario para el mismo Gobierno. En una de sus encomiendas de renombre, aun siendo soldado, fue enviado hasta Parras de la Fuente, en Coahuila, para acabar con un grupo de alborotadores que amenazaban con asesinar a familiares del propio Don Francisco I. Madero. Dichos maleantes eran, con toda probabilidad, enviados por un ala opositora del mismo gobierno, pero al interior de éste, la familia Madero aún contaba con simpatías, quienes se encargaron de contrarrestar la situación enviando a Rafael y a otro mercenario, de nombre Tadeo Jiménez.

A raíz de esta misión, Rafael se visualizó fuera del Ejército, realizando este tipo de trabajos con su respectiva remuneración económica.

 

CONSUELO

La noche se había adueñado del cielo, y los vientos incontrolables causaban destrozos en las puertas de la Hacienda. La señora de la casa aún se mecía en su silla mientras disfrutaba de la fuerte brisa en su rostro. Eran tiempos de canícula, así que cualquier gracia fresca de la naturaleza se debería agradecer. Doña Consuelo había escuchado los estragos ocasionados en su hogar, pero se convencía a si misma de pasar unos minutos más en el pórtico, después de todo, aquella reacción natural fue la misma que se sintió la noche que despidió a su difunto esposo, y ese era un recuerdo que no quería volver a vivir jamás. No obstante, aun la atormentaba.

«Los fuertes vientos golpeaban las puertas del Rincón del Ébano. El eco de estos agresivos aires resonaba en silbidos tenebrosos que erizaban la piel de los presentes. Todos experimentaron tensos escalofríos, como si atestiguaran una escena de terror. El polvo sucio que se levantó era presagio del descontento espiritual por la tragedia. Tal pareciera que algo rondaba la Casa, aparte de la gente en la explanada principal.

El lugar estaba a reventar. Más de doscientos cincuenta personas se reunieron para dar el último adiós al gran amigo, Juan de la Garza Cárdenas. La misa ya se había llevado a cabo y los ahora huérfanos se encontraban durmiendo, con excepción de Luis, el hijo mayor.

Los comentarios desgarradores inundaron el lugar ante el panorama triste. Venía gente procedente de todas las rancherías aledañas, así como de la cabecera municipal de Los Ébanos, Tamaulipas, la cual estaba localizada a doce kilómetros de distancia.

—Pero ¿por qué lo mataron? —lloraba uno de los presentes.

—Este hombre no se metía con nadie —agregó otro.

—Era muy bueno, ayudaba a mucha gente.

—Era muy rico, lo tienen que haber querido robar —concluyó una más.

Las versiones sobre su asesinato brotaron como teorías conspirativas. ¿Quién lo había asesinado? ¿Porqué? ¿A caso contaba con enemigos?

El día de su muerte, Don Juan campeaba con su hijo Luis. Hacia un recuento de las cabezas de ganado que había adquirido de su proveedor de oro. Aquel que finalmente había encontrado. Tenía alrededor de cinco años trabajando con él. Lo curioso era que, Don Pedro Ibarra jamás dejaba a Don Juan, ni a sol ni a sombra; siempre se encontraba a su lado, ya fuera en la Hacienda, o cuando viajaban. Su repentina ausencia causó expectación entre la gente, y por supuesto, entre las autoridades.

El portón enorme de la Hacienda se abrió con lentitud. Entonces, aparecieron dos hombres caminando entre la multitud. Se trataba de Maclovio Silva, jefe de la Policía Rural de Los Ébanos, y Ruperto Sáenz, el segundo al cargo. Ambos se dirigieron a la sala donde todavía se encontraba el cuerpo del recién difunto. Aún se rezaba el rosario, las mujeres ofrecían sus oraciones para el eterno descanso de Juan de la Garza, mientras los hombres, afuera, se lamentaban por tan terrible pérdida. Tres mujeres confortaban a la viuda, quien se encontraba sentada detrás del féretro; una de ellas era su cuñada, Isela Guajardo, esposa de su hermano, Abraham Treviño. Las otras dos, esposa y hermana de Don Pedro, respectivamente, le sostenían sus manos cansadas.

Los representantes de la ley pidieron un minuto para hablar con la viuda. A pesar de ser rechazados por las mujeres protectoras, la viuda accedió a dicha entrevista.

—Sabemos que son momentos muy difíciles, señora Consuelo. No pensamos quitarle mucho tiempo —comentó el jefe Maclovio.

—Ustedes dirán —respondió desangelada la viuda.

—¿Sospecha usted de alguien que quisiera hacerle daño a su difunto esposo?

—Mi esposo era muy querido por toda la gente, no creo que nadie quisiera hacerle daño —la viuda envió su mirada al vacío de la ventana.

—Lo sabemos, señora, pero tenemos que investigar todo —replicó el jefe de policía—. ¿Alguien con quien haya discutido?

—No, señor, con nadie —Doña Consuelo suspiró cansada.

—¿Me está diciendo… —intervino Ruperto Sáenz— …que un hombre que maneja miles y miles de pesos, no tiene enemigos?

Maclovio calmó a Ruperto. La indignación de la viuda hizo que su férrea mirada retornara.

—Ciertamente, usted no conoció a mi marido, porque de haberlo hecho, probablemente le hubiera ofrecido un mejor trabajo que el que hace en estos momentos.

El trío de mujeres protectoras miró con repruebo a los hombres de la ley.

—Una disculpa, señora. Tenemos motivos para creer que su capataz, Pedro Ibarra, tal vez haya tenido que ver con la muerte de su esposo —intervino Maclovio Silva, intentando arreglar la situación, pero la rabia que expulsaban los ojos de Consuelo Treviño era evidente. Tras contenerse unos cuantos segundos, extendió su mano derecha en un ademán furioso, y los corrió de su casa.

—Que les vaya bien, señores.

Decenas de miradas contemplaron asombradas el temple de aquella mujer.

—¿No nos va a contestar, señora? —insistió Ruperto Sáenz.

—Don Pedro es la persona más leal que he conocido —añadió la viuda con aire decidido—. Ésa es mi respuesta. ¡Que les vaya bien, señores!

Maclovio y Ruperto se despidieron con respeto, y se alejaron del funeral. Luis, por su parte, observó la audacia de su madre. Minutos después, ella le comentaría que no era prudente creer todo lo que se decía en la calle; y enseguida, le pidió que cuidara a sus hermanos»

Doña Consuelo se levantó y tomó la mecedora para llevarla adentro. Caminó por cada punto de la hacienda cerrando puertas y ventanas. Los vientos aun no cesaban. Se inclinó para tomar un jarrón abatido por el aire, y al incorporarse, un misterioso escalofrío recorrió su espalda. Apagó las velas y sus ojos pronto se acostumbraron a la obscuridad. Entonces una lagrima rodó por su mejilla.

«¿Dónde estás, hijo mío, qué mal pensamiento ronda tu mente?»

 

 

 

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