Tu Creatividad hecha Realidad

Vientos de Soledad (Capíitulo 6)

17.04.2020 19:58

VIENTOS DE SOLEDAD

Por Carlos Nagasaki

Capítulo 6

 

LUIS

El galope veloz rompía el aire. Por decenas de kilómetros no le dio descanso a su caballo. Sentía un miedo espantoso. La posibilidad que sus perseguidores estuvieran cerca lo aterró enormidades. El mismo caballo parecía entender la peligrosa situación en la que se habían metido. Cuando el jinete no podía sostener las riendas, el animal lo despertaba. Parecía decirle: Vamos, no te caigas ahora. ¡Despierta, despierta! Continuaron durante un largo camino hasta que el fiel amigo del vaquero no pudo más. Empezó a trotar disminuyendo la velocidad, sin embargo, había logrado perder a sus enemigos.

Luis padecía delirios de persecución desde el fatídico día. Le aterraba pensar que los asesinos de su padre en algún momento fueran por él. Tuvo que aprender a vivir con ese temor y decidió́ voltear la situación. Ahora sería él, quien los buscaría a ellos. No obstante, en esta ocasión, le tocaba huir.

Su escape continuó a ritmo lento. Sintió un escalofrió intenso que recorrió su cuerpo. Fuertes mareos lo atacaron durante la carrera. Venía herido de un par de balazos. Su corazón palpitaba muy acelerado. Volvió a sentir que lo seguían, pero esta vez había algo extraño en aquellos llanos oscuros. Le pareció escuchar un murmullo. Si su mente no lo traicionaba, una sombra lo seguía a varios metros de distancia. Por más que aclaró sus ojos, no pudo distinguir esa presencia extraña.

En Parras, la gente estaba indignada, pedían la cabeza de aquel asesino. La policía rural, al mando de Don José Domínguez, solicitó unos cuantos voluntarios para la búsqueda. De esta forma, se alistaron varios vaqueros. Se unieron con los uniformados y empezaron la cacería del asesino.

Todavía a las cuatro con cuarenta y cinco minutos de la madrugada, el vaquero no detenía su cabalgata. Su estómago se desangraba profusamente. Su visión se nublaba entre la obscuridad. Trató de bloquear su mente pensando en otra cosa para mitigar el dolor, entonces se decidió a cantar.

Al golpe del remo se agita en las olas, Ligera la barca,

Y al ritmo del agua, se ahonda mi pena y solloza mi alma

Pensativo y con lágrimas, recordó las imágenes de lo sucedido en Reynosa. Segundos después, su mente se transportó hasta los hechos recientes en Parras. No podía borrar de su mente el momento exacto del fuego cruzado con Agapito Ramírez, así como tampoco podía olvidar ciertos diálogos claves. Se recriminó con dureza por el nuevo incidente. «Lo hice otra vez, maté a otro hombre

Sé que causé mucho daño, y por eso te pido disculpas. La frase de Agapito retumbaba en su cabeza. La letra de la canción se le olvidó, era imposible remplazar su pensamiento con algo grato. Entonces, se rindió y repasó lo sucedido.

¿Tú, qué sabes lo que me hizo tu padre? La amargura reflejada en su enemigo durante aquella frase lo llenó de intriga

—¿Qué fue lo que pasó realmente? —exclamó en voz alta.

«¿Qué se siente matar a un hombre bueno?» Recordó haberle preguntado. Su ansiedad se activó de inmediato.

—Te sientes el hombre más miserable del mundo.

El muchacho estaba completamente perdido, tanto en geografía, como en espíritu. Los mareos lo vencieron y se desplomó. Cayó desmadejado a la orilla de un arroyo. Para su fortuna, a la mañana siguiente, fue encontrado por una persona que visitaba el manantial a diario. Don Felipe Sánchez llevaba a sus animales para que bebieran, cuando encontró el cuerpo inconsciente del joven. Se persignó y enseguida le brindó ayuda. Lo llevó a su rancho, donde su esposa e hija lo atendieron lo mejor posible.

«Pero el tiempo es justiciero y vengador

«Aquella frase de la canción se impregnó en lo más profundo del corazón de Luis. Vivía el momento exacto donde esas palabras cobraban sentido. La presencia de Agapito Ramírez, al otro lado de la mesa, representaba la solidificación de su sueño: matar al asesino de su padre.

El viejo parecía sincero, pero sus palabras calaron hondo en el muchacho. No solo era el hecho de enfrentar al asesino de su padre, sino también, el demostrar su valor y espíritu, los cuales parecían subestimados por la conclusión de Ramírez.

No soportaría en mi conciencia haber matado a un hombre... y a su hijo, también.

El semblante imponente de Ramírez opacó el destello valeroso del muchacho. El viejo se encontraba sereno, estoico en su mirada y relajado en su respirar. Como si aquella amenaza de muerte careciera de validez. Luis titubeó, sólo permaneció con su mano derecha en la Colt.

¿Y ahora qué hago? ¿Lo mato sin defenderse? Pensó contrariado.

Ramírez continuaba con ambas manos debajo de la mesa, pero enseguida subió la izquierda. Golpeó suavemente sus dedos sobre la baraja y rompió los tensos segundos de silencio después de la amenaza.

—No me dejas opción, chamaco —le dijo— No me dejas opción.

La baraja se esparció lentamente con cada golpe de sus dedos.

—¡He dicho que se defienda! —le repitió Luis.

—¡Tú no me das órdenes! No me vas a decir cómo hacer las cosas, escuincle estúpido.

Tal y como si escuchara un regaño paterno, el muchacho no contestó nada. De pronto, una sonrisa se acomodó en la boca de Ramírez, la risa ganó fuerza. Esa era la acción que reconectaría al joven vengador con su misión. Sus ojos se inyectaron de sangre hirviente y el coraje recorrió cada partícula de su cuerpo. La ira gobernaba su mente, sin embargo, algo aún le detenía.

—¿Por qué se ríe? ¿Acaso le parece gracioso hablar sobre un asesinato?

La sonrisa de Agapito se esfumó al escuchar el reclamo. Su alma tomó con respeto aquellas palabras.

—No, no es gracioso hablar sobre un asesinato. Lo que me parece gracioso es que vengas a defender un hombre que no se parece en nada a ti.  

Ramírez continuó golpeando con sus dedos, esta vez la mesa.

—No lo entiendo —se encogió de hombros el muchacho.

—Tienes muchos pantalones, huerco, eso lo reconozco.

Un alivio interno reforzó el ego de Luis. Esa era parte de su misión: matar a los asesinos de su padre, y que éstos, a su vez, notaran su valor al ser vencidos. Pero las palabras de Agapito pronto tomarían otro significado.

—Y, precisamente por eso —agregó— es, que no te pareces en nada a tu padre.

El muchacho intuyó la dirección de aquellas palabras. Su respiración se acrecentaba de forma gradual.

—Ese maldito cobarde rogó e imploró que no lo matáramos, tan pronto nos vio — dijo Ramírez, mientras el pulso de Luis iba en aumento.

—Todavía nos ofreció dinero para que desistiéramos — desmenuzaba la historia el viejo, entre tanto, la boca del muchacho no podía contener los bufos cargados de furia.

—Es por eso que, te pregunto de manera sincera, ¿En realidad, Juan de la Garza era tu padre? Porque no tenía ni la mitad de güevos que tienes tú.

Ramírez recargó su espalda en la silla.

— No sé, tal vez tu mamá se cansó de dormir con un cobarde… y conoció a alguien más.

El silencio gobernó de nuevo el salón privado. Solo las aceleradas respiraciones de Luis rompían la pasividad. A lo lejos, apenas se distinguía una nueva melodía.

Me gusta cantarle al viento porque vuelan mis cantares

El contacto visual no se rompió por eternos quince segundos. Agapito observó los profundos ojos cristalinos de Luis, a punto de llorar, en una mezcla rojiza extraña. Supo que había presionado el botón correcto para hacer estallar al joven. En su mente visualizó el desenlace fatal de aquella noche.

Aquí vine porque vine a la feria de las flores… Bonita canción para morir, sopesaron ambos enemigos. Luis jamás había soltado su pistola Colt y sin pensarlo por un segundo más, hizo el movimiento para asesinar al insolente Agapito Ramírez. No obstante, el sonido de un disparo se adelantó a su intento. Un profuso dolor en el estómago le explicó lo que deseaba saber.

¿Cómo? ¿Cuándo? El recuerdo veloz de la repartición de cartas le informó sobre la costumbre diestra de Ramírez. Todo el tiempo había sostenido su arma por debajo de la mesa. Al momento de intentar disparar, él simplemente jaló el gatillo. Pero el impulso del muchacho no podía ser detenido por aquella bala; resistió cabalmente el impacto y continuó con su tendencia. Apuntó de forma descompuesta a la cabeza de su enemigo.

Un segundo disparo se incrustó justo al lado de la primera detonación. El muchacho gritó desgarradoramente a la segunda herida, pero alcanzó a jalar el gatillo. Su disparo atravesó el pecho del viejo de Santa Rosa. La puntería le había fallado, pero el blanco era amplio, su tino descendió de la cabeza al corazón.

Ramírez se encorvó, resintiendo el intenso dolor del balazo. La sangre le brotó, esparciéndose sobre la mesa y las cartas de juego. El muchacho jaló el gatillo de nuevo y se levantó con torpeza de la silla. Su segundo disparo fue dirigido a la cabeza, pero falló otra vez. La garganta de Agapito fue penetrada grotescamente por la segunda bala del vengador. Dos nuevos disparos sonaron de cada pistolero, pero ninguno atinó en el rival.

Ambos estaban heridos de gravedad. Ramírez intentó incorporarse, pero en dicha acción derribó todo sobre la mesa de juego. El muchacho seguía jalando el gatillo, pero sus disparos eran sin ton ni son. Su mirada se nubló por completo, increíblemente observó a dos hombres en el suelo. Estaba tan desorientado que deliraba. Entonces caminó hasta la ventana trasera del salón, y deseó con toda el alma que aquel niño hubiera cumplido con lo prometido.

Si el huerco me engañó, estoy perdido.

Una decena de duros golpes en la puerta y un par de voces fuertes se hicieron presentes.

—Don Agapito, ¿qué pasa allí adentro?

Luis tenía que apresurarse, no estaba en condiciones para pelear de nuevo.

Abrió la ventana con débiles golpes y brincó. Al momento de caer, abrió los ojos.» Despertó.

 

EL BUEN CRISTIANO

Su fiebre no cesaba. Por fortuna, Don Felipe regresó con buenas noticias; se había encontrado al doctor en un ejido cercano y éste prometió visitar el jacal tan pronto pudiera. Una hora después del encuentro, llegó el médico.

—Una disculpa por el retraso, Don Felipe. ¿Dónde está el herido? — preguntó con rapidez.

—Aquí́, doctor, pásele por aquí

—Este muchacho se está desangrando —el galeno se preocupó al ver el estado del joven—. ¿Quién es?

Abrió su maletín y sacó morfina. Después de la consulta, salió de la habitación para hablar con Don Felipe. Comentó que había perdido mucha sangre, indicó la necesidad de una transfusión para asegurarse de su restablecimiento. Confiaba en la juventud del paciente para su pronta mejoría, pero no descartaba la complicación y posible muerte.

—Por lo pronto, aliméntenlo. Yo volveré para llevarlo conmigo al consultorio.

El joven gritó de forma inesperada.

—¡No! ¡Aquí estoy bien, no me lleven a ninguna parte!

El asombró por la respuesta fue notorio. Parecía noqueado y con la mirada perdida, sin embargo, su conciencia funcionaba a la perfección.

Pasó varios días en reposo, hasta que se sintió mejor. Cuando decidió levantarse de la cama, estaba sediento, y buscó quien le brindara un vaso con agua. Caminó como pudo hasta la cocina y se topó con una señorita cercana a su edad, quien amablemente le atendió, y le proporcionó el vital líquido.

—Disculpe mi atrevimiento, pero ¿cómo es que se llama usted?

El joven respondió extrañado.

—¿Por qué? ¿Acaso me han venido a buscar?

—No, sólo quisiera saber con quién hablo —sonrió la joven.

—¡Ah! —suspiró aliviado el paciente.

Sonreía después de muchísimo tiempo y entonces extendió su mano derecha.

—. Me llamo Luis, ¿y tú?

—Nora —contestó.

—Pues muchas gracias por ayudarme, Nora.

Ambos jóvenes se sonrojaron.

—Muy bien, ahora vuelva a la cama. El doctor dijo que debía reposar.

La chica salió de la habitación y Luis retomó su lugar. Sus oscuros pensamientos finalmente habían sido reemplazados por algo mucho más agradable.

 

EMILIO

El Doctor Emilio Zaragoza dirigía una brigada médica por el Ejido Bajío, de Ahuichila, cuando un pelotón de la policía rural arribó. El contingente de Parras solicitaba información del fugitivo. Don José Domínguez, oficial en cargo, había peinado los alrededores del pueblo. Tenía a varios colegas hasta Torreón, en alerta del peligroso asesino, y había solicitado apoyo a las corporaciones aledañas.

Con decisión, interrogó a todos los habitantes de la ranchería. Cuando llegó el turno de Zaragoza; éste escuchó con atención, los datos y descripción física del bandolero. Enseguida comprendió que era el joven que había tratado recientemente. Al ser interrogado, negó con categoría haber visto a alguien semejante, pero pasadas las indagaciones, volvió a toda prisa al rancho de Don Felipe.

Los policías aún se encontraban a menos de cuarenta kilómetros, por lo que el médico aprovechó la facilidad de usar vehículo y de esta manera, arribó primero que ellos. En realidad, no sabía si los hombres de la ley apuntaban como siguiente parada el Rancho de Don Felipe, pero no quiso arriesgarse.

Llegó sumamente agitado, a paso veloz tocó la puerta; sus nervios pendían de un hilo al considerar que pudieran ser descubiertos. Don Felipe lo recibió e ipso facto, el doctor advirtió sobre el peligro que representaba el muchacho.

—Pronto vendrá la justicia por él. Tal vez ya vengan en camino.

 

LA CORDADA

El impresionante grupo de hombres se posicionó en la comandancia municipal del pueblo. El asombro de la gente se transformó en pavor. De inmediato, recordaron las crueldades innombrables de la Revolución y la Guerra Cristera. Los policías rurales observaron estupefactos el convoy compuesto por cinco camionetas repletas de armamento pesado. Contaban con ametralladoras Vickers calibre 7.62 y colt de la misma medida. Las Hotchkiss, en caso de encontrarse con un grupo similar de combatientes. Para cerrar con broche de oro, presumían sus cañones Schneider. Los cordados venían preparados para cualquier dificultad.

Al frente de aquellas cinco camionetas, venían tres vehículos marca Ford Modelo 1933. En ellos viajaban Tadeo Jiménez, Rafael Garza y los principales hombres del escalafón. Tadeo se bajó, observando el palacio de justicia y sus alrededores. Garza, quien venía fabricándose un cigarro, le dio poca importancia a la situación. Cinco hombres acompañaron a los líderes, los demás aguardaron afuera.

—Buenos días —Tadeo removió su sombrero.

—Buenos días, señor —contestó el oficial de guardia.

—¿Quién es el jefe, aquí?

—Don José Domínguez —contestó dudoso el rural.

—Muy bien, dígale que el General Tadeo Jiménez está aquí, y quiere hablar con él.

El Demonio observó a su compañero. «¿General?» Sonrió ante la exageración del rango. El policía en turno avisó que Don José patrullaba los alrededores, en busca de un bandolero asesino y si Tadeo deseaba hablar con él, tendría que esperar cuando menos un día.

—Muy bien, muchacho, acamparemos a las afueras del pueblo.

Tadeo ordenó la retirada hasta nuevo aviso. A la mañana siguiente, Don José Domínguez recibió a los pistoleros. No se impresionó ante aquellos hombres, pero si le extrañó que vinieran de tan lejos por el asesino de Don Agapito.

—Hemos peinado todas las rancherías y no lo encontramos —caminaba junto a los líderes mercenarios, mientras explicaba los sucesos.

—Mire, Don José, le propongo que se una a nosotros para repasar la zona del asesinato. No debe andar muy lejos.

Domínguez le entregó una mirada confusa.

—Pero ya inspeccionamos todo.

Rafael observó a Tadeo, sabía la respuesta.

—Yo tengo mis métodos.

—Bueno, ´pos vamos a darle —accedió el jefe policiaco.

—¡Esa voz me gusta!

Tadeo palmeó la espalda de Don José Domínguez.

 

EMILIO

—¿Le boleo los zapatos?

El niño observaba con devoción al respetado médico.

—Se dice, le lustro los zapatos. Agradezco tu oferta, pero será en la próxima vuelta.

El doctor Emilio Zaragoza jugueteó con el cabello del infante y se alejó sonriendo. Disfrutaba de su día libre, paseaba con su esposa por la plaza principal del pueblo, mientras degustaban un exquisito elote. El viento invernal los acariciaba benévolamente durante el día, a diferencia de las penetrantes heladas nocturnas. Conversaba con su mujer sobre los hechos ocurridos con Don Felipe, y escuchaba con atención su punto de vista. De pronto, un torbellino de vehículos arribó al palacio municipal. Esta irregularidad captó su atención por completo. Observó a un par de hombres dialogando con Don José Domínguez

—¿Quiénes son esos hombres? —pensó en voz alta.

—No lo sé, pero no me gusta la apariencia —contestó su esposa sin despegar la vista.

—Yo sí sé quiénes son —el niño les había encontrado de nuevo.

La pareja de letrados médicos observó con curiosidad al inquieto chamaco.

—. Ya dieron la vuelta, ¿ahora si le lustro los zapatos?

El Doctor accedió con un esbozo de sonrisa, pero sin dejar de preocuparse por aquellos hombres. Se sentó en una banca, mientras el insistente chamaco sacaba una franela roja para iniciar su trabajo.

—¿Y bien, quienes son esos hombres?

—Es La Cordada. Dicen que vienen… —la voz del niño se desvaneció en los oídos del doctor. Había pasado años estudiando en la frontera tejana. Sabía perfectamente que era La Cordada y a qué se dedicaban.

La conexión auditiva volvió́ al doctor Zaragoza.

—…y cuando encuentren al asesino de Don Agapito, lo destrozarán.

El médico giró su rostro para observar a su mujer. Ambos compartían la genuina preocupación. Tenía que actuar primero que ellos, pues ahora, su competencia también contaba con vehículos.

El chamaco agregó.

—Es una lástima, el muchacho me caía bien —golpeó el zapato derecho, indicando que estaba listo.

—¿Qué dices? —replicó el médico.

—Sí, yo lo conocí. La noche de navidad me pagó cinco pesos por amarrar su caballo tras la cantina. Yo lo vi todo. Supe para donde huyó. Creo que no debí decirles nada.

Zaragoza se incorporó de inmediato, ordenó a su esposa regresar a casa. Tomaría el riesgo de salvar a la familia de Don Felipe, aun si esto conllevara el enorme peligro de encontrarse con aquellos salvajes. Subió a su vehículo, y arrancó a gran velocidad.

—Doctor, espere. ¿Quién me pagará la lustrada? —el niño observó a la señora Zaragoza.

—Ni siquiera me mires, muchacho, que tu no hiciste nada para mí.

 

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